Entre silencios y ciertos olvidos en su natal Yaguajay, Cándido Andrade López dijo adiós a la vida con dos grades privilegios: ser el único director que ganó para Sancti Spíritus un título nacional en los clásicos cubanos de béisbol, el de 1979, y ser uno de los dos espirituanos que compitieron en las ligas rentadas de Estados Unidos.
El primero es el mayor de los referentes en esta tierra y el suceso que le marcó para siempre. Recién nacía la provincia de Sancti Spíritus y no era entonces favorita de los pronósticos, aunque contaba con jugadores de renombre. Mas de la mano de Andrade arrasó y triunfó.
Así lo recordaba el manager en las páginas de Escambray en el año 2005: “Me resultó difícil, era la primera vez que dirigía la pelota grande, el año anterior habían quedado en el lugar 15, pero aquel era un equipo con peloteros hechos, era la época de los Oliva, los Muñoz, Rojitas, los Chopi, Gourriel, Sansariq… Dirigir es una cuestión de tacto, hubo mucha disciplina, mucha unión en el cuerpo de dirección, y unos tremendos deseos de jugar a la pelota, problemas hubo y gordos, pero cuando se gana, no se ve nada, es como borrón y cuenta nueva”.
Y rememoraba: “Cuando me vi con ese título, me costaba creerlo, ¡tantas noches sin dormir! Lo más impresionante era ver cómo en esa famosa ollita de presión la gente la llenaba, salía a rumbear cada victoria y luego el grandioso recibimiento desde Guantánamo y hasta la plaza de aquí”.
De la magia de aquel manager da fe Roberto Ramos, líder del pitcheo del equipo campeón: “Tenía mucha calma, pero lo respetaban por su forma, tenía conocimiento de la pelota, pues jugó como profesional, lograba agrupar a la gente y había más disciplina y responsabilidad de parte de los peloteros, además de tener un buen cuerpo de dirección que lo ayudaba”.
El otro privilegio queda colgado en las memorias que bien conservan las hojas amarillentas que guardó a retazos. No era Cándido hombre de jactancias. Por eso no andaba contando su historia de esquina en esquina.
A Cándido se le guarda un sitio en los anales del profesionalismo. A su paso por los Elefantes del Cienfuegos fue nominado como el novato del año de la Serie Profesional Cubana (1958-1959), y perteneció a otros equipos como el Savannah que matizaron su juventud, después de que, como él mismo contara: “Desde pequeño tuve que buscarme la vida como fuera, en el central Narcisa, de Yaguajay, era jornalero, lo mismo abría un hueco que iba para la caña que descargaba un camión de leña, no tenía ni un oficio, entonces salíamos a jugar pelota de gratis, como para pasar el rato”.
Los años 50 lo llevaron a Estados Unidos, donde jugó por ocho años en las Ligas Menores, que también jugó en Centroamérica y el Caribe. Militó en los Cubans Sugar Kings, de la liga internacional de La Florida, en Pensilvania, el Arizona-México, en la Sally League, el Cincinnati (aunque no pudo jugar por problemas en su brazo) y los últimos años en San Antonio en la Liga de Texas. “Pasé por diferentes Ligas hasta la Triple A, la más alta que llegué, fui pitcher, tiraba duro, recta, curva y cambio que es lo que te enseñaban, los scouts no aconsejaban al muchacho nuevo lo que se llama el rompimiento”.
De su paso por el profesionalismo norteamericano quedan los 20 juegos ganados con el Tuxon, los 15 en la Sally League y los ocho de su cierre en esas ligas: “No me pagaban tanto —recordaba—, el primer año me daban 350 dólares, pero había que pagarse todo, menos el traje de pelota y los zapatos, si el scout conmigo se podía buscar 100 dólares se lo buscaba y a mí me daba 50 aparte de eso. Eran tiempos de locura en que tú agarrabas un maletín cualquiera y te ibas”.
No todo fue gloria, por cierto: “Para nosotros los de color no era fácil. Jalé seis meses en Savannah, Georgia, eso sí es el negro pa’lla y el blanco pa’ca, no me dejaban entrar a los restaurantes, los peloteros solo nos veíamos en el terreno de pelota. Estuve un tiempo en la parte de Tennessee y allí vi lo que era el Ku Klux Klan, no se me olvida una vez que cogieron un negro y le entraron a patadas en el piso hasta matarlo. Eso lo vi yo con mis ojos”.
Pero Yaguajay, ese pedazo del mundo que le caló hasta los huesos, pesó demasiado cuando en la década de los 60 le llegó el momento de las decisiones: “Volví y me dieron la opción de quedarnos o irnos, vivía con mis viejos en el ingenio, ya había perdido velocidad, no era el mismo y me dije: Qué voy a hacer yo allá, nunca pensé en hacerme millonario, no sabía hablar inglés. Al eliminarse el profesionalismo ya no se podía jugar”.
No importaron tampoco las miradas de reojo y las prohibiciones. Para Cándido la suerte estaba echada: “En los primeros años de la Revolución estuvimos limitados, dirigí la provincial en Yaguajay y no podíamos ni salir al terreno, estuvimos aislados, nadie nos buscaba, no me daban licencia, hasta que Catalino Ramos, el jefe de la Academia de Las Villas, me llevó con él, trabajé con los pitchers junto a Pedrito Pérez hasta que en el 76 se abrió la Academia en Tuinucú”.
Con 86 años a cuesta, se fue en paz. Le alcanzó el aliento y la vida para vivir su libro Cándido Andrade López: un pelotero profesional de la Revolución, una suerte de reivindicación y un acto de justicia que se permite Ramón Díaz Medina para situarlo en el sitio de los privilegiados.
Andrade paso también a la historia al ser, tal vez, el único manager triunfador en nuestras SN destituido en la siguiente temporada, algo que aun hoy no tiene explicación posible, en una de esas decisiones «de arriba», que tampoco se comprenden ni se comparten. Y, dicho sea y no de paso, es Savannah, Georgia, no Sabana.