Si alguna secuela nos queda y nos quedará del 2021 es la covid. Cuando pensamos que el 2020, con el descubrimiento y la llegada del nuevo coronavirus era el peor de todos los años hasta la fecha vividos, estos 12 meses que están por concluir en días vinieron a hacer trizas, lamentablemente, cualquier pronóstico.
Y no hablo tan solo de la prolongación del distanciamiento físico —que no pocas veces se ha violentado—, de la obligatoriedad del uso del nasobuco, del aprendizaje que ha supuesto el teletrabajo, del confinamiento que terminó pasándole los cerrojos, en algunos casos, al SARS-CoV-2 y, en otros, abriéndoles las puertas a no pocos temores… Me refiero, esencialmente, al abismo que ha sido la covid para todos.
Bastaría mirar fríamente los datos, pero hiela más auscultar las vidas y las muertes que se despejan tras cada número. No obstante, las cifras por sí solas son abrumadoras: si en el 2020, de acuerdo con las estadísticas de la Dirección Provincial de Salud (DPS), en Sancti Spíritus solo se contagiaron con la covid 620 espirituanos —75 de ellos entre el 11 de marzo, cuando se detectaron en Trinidad los primeros casos en Cuba, y el 28 de agosto—, en este año que está por concluir se ha batido el récord de 58 826 contagiados, de ellos 58 451 autóctonos y 375 importados, según el cierre oficial de mediados de esta semana.
Como lo hemos reiterado sin descanso: los enfermos en la provincia han sido a causa y en consecuencia de una transmisión exponencial, pero autóctona. Y en esa espiral, por momentos indetenible, la dispersión de la enfermedad se padeció en los ocho municipios, se propagaron como pólvora los controles de foco y los eventos de transmisión local y casi se volvió crónico un rebrote que los expertos han convenido en enmarcar desde septiembre del pasado año hasta los días de hoy.
Si repasáramos aquella curva de contagios ondulada de más y que catapultó a Sancti Spíritus entre los territorios de peor escenario epidemiológico en el país, nos daríamos de bruces otra vez con la agresividad y la contagiosidad de una variante delta que no distinguió en grupos etarios para enfermar ni en personas sanas o con padecimientos crónicos para, desafortunadamente, fallecer.
Así, como mismo se elevó hasta por encima de 2 000 por 100 000 habitantes la tasa de incidencia de casos confirmados de la provincia y se diagnosticaban más de 4 000 personas positivas al SARS-CoV-2 en una semana, se abrían centros y centros de aislamiento —llegaron a superar el medio centenar—, se habilitaban nuevas consultas de Infecciones Respiratorias Agudas y nacían extensiones de los hospitales provinciales, del Camilo Cienfuegos y del Pediátrico, en el Instituto Politécnico de Informática y en la Escuela Primaria Federico Engels, respectivamente.
La cantidad abismal de casos tensó todo: hizo colapsar las capacidades hospitalarias y de los centros de aislamiento; agudizó la asfixia que de por sí provocaron las limitaciones con la producción de oxígeno medicinal en la isla; agotó la disponibilidad de medicamentos y puso en jaque hasta la asistencia médica.
Fueron, acaso, los síntomas más visibles de una crisis sanitaria sin precedentes en Cuba y en el mundo a causa de una pandemia que no hemos superado por más que creamos que vivimos en una “nueva normalidad”.
Y ahora que las estadísticas vuelven a ponernos delante de la crudeza de esos días pudieran entenderse tantos descalabros. Por ejemplo, al cierre del 17 de septiembre la provincia rompía el récord de contagios en una jornada: 1 137 casos positivos, y cinco días después, desafortunadamente, instauraba la dolorosa marca de 11 fallecidos, según el parte oficial del Ministerio de Salud Pública.
Los datos recogidos en la DPS revelan que fue, precisamente, septiembre el peor escenario de los vividos en la pandemia, porque si en agosto se registraron 13 348 casos, en el noveno mes del año ascendieron a 23 627 para ir decreciendo en octubre a 9 152 y en noviembre, a 1 352.
Parece el recuento de una pesadilla y lo es. ¿Cómo despertamos en ella? Por la confianza que nos fue contagiando, por las violaciones a los protocolos establecidos que, en ocasiones, fueron más regla que excepción, por la propagación incontenible de un virus al que le basta un descuido para multiplicarse.
La covid nos colocó de la peor de las maneras ante el reverso y el anverso de la existencia: el valor de la vida y el desgarro de la muerte. Quizás por eso lo que más duele hoy son los 619 espirituanos que, según datos oficiales, este año murieron a causa del SARS-CoV-2. Demasiados. Familias enteras que se extinguieron, amigos que faltan, vecinos que no están más, pérdidas propias y ajenas, pero que hieren igual.
Y ahora que se mira desde la distancia que han venido marcando los casos de menos que se diagnostican hoy y el retorno paulatino de la vida lo más semejante posible a lo que era antes, parece un espejismo. Mas, no debemos confundirnos. La variante ómicron ha venido a recordarnos también que la covid, por más que queramos camuflarla y evadirla, sigue estando entre nosotros.
Hay que recordarlo, sobre todo, en estos días en que se propagan las celebraciones familiares, en que han vuelto las fiestas a calles repletas en no pocos territorios, en que han reabierto desde las instalaciones culturales hasta los centros gastronómicos, en que han vuelto los niños a las escuelas… y aun así la gente va perdiendo la memoria de hasta usar el nasobuco.
La covid ha sido un parteaguas, sin duda. Y por más que pase el tiempo es esa cicatriz que, a veces oculta, llevaremos de por vida.
Sería muy bueno a nivel de Sancti Spíritus y del país mostrar también la estadísticas de fallecidos en el año, porque es harto conocido por todos a nivel de pueblo, que en el pico pandémico fueron muchos los que no pudieron ser diagnosticados, además de los fallecidos siendo ya negativos a las pruebas.
Exponer esas cifras de verdad nos dará una idea de las secuelas.
Ya asoma un nuevo rebrote que pondrá contra las cuerdas el sistema sanitario a menos que cerremos fronteras ahora.