El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, inauguró este jueves en Washington, fuera del sistema de Naciones Unidas, la llamada Cumbre de la Democracia, con invitados seleccionados a dedo para marcar intenciones.
Como la recientemente fracasada cita sobre el cambio climático auspiciada por el mismo anfitrión, la cual no rebasó los límites de la retórica y fue incapaz de llegar a la raíz del problema que enfrenta la humanidad por un entorno ambiental cada vez más enfermo, esta pudiera tener similar resultado, a juzgar por el aluvión de críticas.
El que muchos del centenar de asistentes sean antidemocráticos y en lugar de invitados deberían ser cuestionados, le hace perder credibilidad al motivo de la convocatoria de Biden de «defender la democracia, reforzarla y renovarla».
Mientras, en cambio subraya, la necesidad de Estados Unidos de reordenar su caos para recuperar terreno perdido en términos de influencia global.
Contraproducentemente, como advirtió el canciller de Cuba, Bruno Rodríguez, la cumbre muestra interesantes síntomas de debilidad del país más rico del mundo que no puede por sí mismo enfrentar con la certidumbre requerida las quebraduras cada vez más difíciles de ocultar, de un sistema socioeconómico obsoleto.
Analistas mexicanos consideran que la propia confección de la lista de participantes con gobernantes que muy difícilmente pueden ser vistos como defensores de la democracia -de Brasil, Irak o Filipinas por citar los más conspicuos- indica a las claras el sentido de la iniciativa de Biden.
Más importante que los incluidos en las invitaciones, señalan, resultan los excluidos porque ellos dan una idea del real propósito, cuando la Casa Blanca llama a buscar mecanismos para enfrentar lo que denomina desafíos que plantea el autoritarismo, en tanto soslaya el tema de fondo que enfrenta la humanidad:
Una crisis profunda del sistema socioeconómico imperante del cual se deriva la mortal combinación de crisis económica, sanitaria, social, cultural, política y del espíritu, a lo cual contribuyó en alto grado el deterioro irreparable de una democracia representativa al servicio de una concentración descomunal del capital y un aumento brutal de la pobreza.
La discriminativa lista de invitados de Biden -que deja fuera a China, Rusia, Irán, Cuba, Venezuela, Nicaragua, entre otros Estados- a lo cual bien podría denominarse una cumbre espuria por su contenido, más bien debe servir para alertar de la resistencia de grupos de poder en Estados Unidos a un cambio de época.
En la que no pueden subsistir -prosiguen- el saqueo de riquezas ni la desigualdad, y se puedan evitar los altos costos que la humanidad paga ante fenómenos como la Covid-19, bloqueos y guerras.
Es lógico que, ante esas perspectivas y los objetivos geoestratégicos de una cumbre que en realidad no es tal, sino una calistenia para mostrar músculos, países con altos niveles de influencia mundial fueran además exhibidos como culpables de un desequilibrio social, económico y espiritual propio de un neoliberalismo que les es ajeno.
Acusan a Moscú y Beijing de molestarse por el curso de la reunión y de discursos intolerables como el del propio Biden pero, como denunció China, desconocen exprofeso los sistemas democráticos de cada cual, los que no tienen por qué seguir un molde fuera de su idiosincrasia, su cultura e historia.
Los embajadores en Washington, de China, Qin Gang, y de Rusia, Anatoly Antonov, respectivamente, calificaron la cumbre de Biden como un producto que evidencia su mentalidad anclada en la guerra fría.
Estimaron que solo avivará la confrontación ideológica y creará nuevas divisiones, aunque el mundo no está en condiciones para aventuras de esa naturaleza.
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