De pequeño las horas se diluyeron en sueños que lo vestían de bata blanca, microscopio a la mano y apuntes trascendentales. “Seré científico”, respondía a la típica pregunta que persigue a todo menor de edad. Prefería sumergirse en cuanta información encontrara sobre el tema para imaginarse el futuro.
“Mi madre entonces era laboratorista, por lo que mi vínculo más cercano a la realidad se ubicaba al interior de un laboratorio. Luego quedé fascinado con el dramatizado dedicado a Carlos J. Finlay y su descubrimiento del agente transmisor de la fiebre amarilla. Pero el mundo da muchas vueltas”, cuenta Ángel Luis Fardales Naranjo, convencido de que, sin planificarlo, uno de esos giros lo puso de frente a otro gran amor.
Por embullo, dirían unos; por curiosidad, alegarían otros, pero el adolescente tímido, que jamás regaló una frase en el matutino de la escuela porque adoraba buscar mucho más allá de lo visible, se plantó en las pruebas de aptitud para ser instructor de arte.
“Ni mi familia lo supo. Salieron a buscarme al pasar el tiempo y no llegar a la casa. Y cuando me localizaron, ya en la noche, estaba en la última fase”.
Bastó ese inesperado acercamiento para darse cuenta de que ese nuevo universo le robaría sus horas y sueños.
“A partir de ahí comencé a motivarme por el teatro. Mi miedo escénico desapareció con cada clase porque encontré cómo liberar todas las tensiones y recelos”, rememora y vuelve a sus días de estudiante.
Con cada aprendizaje, Ángel Luis Fardales sentía comodidad. Captaba con rapidez. Preguntaba bastante. Disfrutaba los montajes de las obras…
“Tuve profesores muy buenos que me enseñaron a proyectar, articular, ya que tenía problemas de dicción graves, y también a ver el arte del teatro como algo muy liberador, mágico y fantástico. Fui el típico alumno que llegó al aula sin saber nada porque jamás me había interesado ser artista. Pero cuando tienes buenos maestros tratas de imitarlos en todos los sentidos y por eso siempre tuve claro que lo mío no sería subir al escenario”.
También dedicaría sus días a la formación, una idea que consolidó al egreso de la academia. La Casa de Cultura Osvaldo Mursulí y varios centros educacionales lo confirmaron.
“No me preocupa trabajar con niños tímidos o que no muestren en un primer momento interés. Soy el vivo ejemplo de que si logras enamorarte del arte descubres la vía idónea para ser más independiente, ser más tú. Por eso creo que disfruto educar, sobre todo porque es un eterno aprendizaje al incorporar de los otros múltiples saberes. Te retroalimentas; no sé cómo explicar lo que siento cuando me encuentro con exalumnos y que son artistas o tienen conocimientos elementales o asumen tareas en el Consejo Provincial de las Artes Escénicas”.
Este enamorado eterno de toda creación dirigida al público infantil alimentó su espíritu de instructor de arte cuando en el 2011 a su puerta tocó la oportunidad de formar parte de la Misión Cultura Corazón Adentro, en la República Bolivariana de Venezuela, justo en el estado de Barinas, donde otro reto lo obligó a crecerse.
“Nos tocó crear la Colmenita de ese lugar. Fueron días que guardo en mi memoria con mucho cariño. Incluso, conocí a Carlos Alberto Cremata, director de la Compañía de Teatro Infantil La Colmenita. Verlos en el escenario, tras tantas horas de montaje, disfrutar cómo animaban y sumaban a toda la comunidad al punto de ser su centro, fue de uno de los momentos más gratificantes de mi carrera”.
De las experiencias de esos días, luego puestas en práctica, también está la gratificación de haber recibido el Premio de Creación de la Brigada de Instructores de Arte José Martí en el 2015.
“El trabajo con los niños es fascinante porque al recrear una obra, leer un concepto, tratar una imagen recibes el agradecimiento más sincero que un ser humano puede dar. No es una frase manida. Se transpira así. Te llena de vida, oxigena. No importa la dimensión de la propuesta, lo que no puede dejar de tener es calidad en el mensaje porque ellos lo captan todo”.
Con esa divisa, Fardales, como le nombran a los cuatro vientos, intenta transformar todos los días el Círculo Infantil Pequeños Camaradas, enclavado en los Olivos I, en la ciudad del Yayabo. Allí le da vida a otra de sus pasiones.
“Los títeres son parte de mi día a día. Tanto es así, que en mi actual centro de trabajo me dicen el titiritero. Los utilizo tanto en la motivación de mis talleres como en los espectáculos. Es muy placentero que de la nada le des forma a un objeto que puede ser mucho más que un muñeco”.
¿Se te ajusta lo de titiritero?
“No soy un instructor de teatro que actúa, sino un instructor que dirige, actúa; animo como payaso y con mucha fuerza me concentro en la construcción y animación de títeres”.
Esa especialidad le ha obligado a estudiar sobre las artes plásticas y ha trascendido los perímetros de su círculo más cercano al proponer programas para trabajar con los títeres, actualmente validados por el Consejo Nacional de la Brigada de Instructores de Arte José Martí; resultados que en el umbral de sus 35 años le permitieron merecer el Reconocimiento Especial, máximo galardón que otorga la organización en el país.
“Uno tiene que disfrutar lo que hace. Siempre digo que poseo cuatro amores: familia, esposa, hija y oficio. Cuando hubo la gran deserción de instructores, entre otros motivos por los bajos salarios, me quedé porque si no enseño no me siento bien. Me encanta aún la ciencia, pero de esto me enamoré y volvería a serlo con mucho placer”.
Es cierto que fardalez es todo un profesional artista y más que nada humilde del Alma y un gran amigo. Su personalidad enamora a sus amistades por su honradez y amor a la vida y a las artes doy muchas felicidades a ese muchacho Delgado que conoci en la escuela de instructores de arte.