Cuando Fidel Castro en voz baja le confesó al teniente Pedro Sarría que él realmente no era Francisco González Calderín, como se había identificado un rato antes con sus captores, sino el mismísimo jefe de la acción armada llevada a cabo contra la segunda fortaleza más importante del país, aquel militar de experiencia, que sabía muy bien lo que estaba pasando en el cuartel, solo atinó a darle un consejo que a la postre resultaría salvador:
—No se lo digas a nadie.
Batista había divulgado un infundio muy parecido a los que pululan hoy día en las redes: que los asaltantes al Moncada habían degollado a los soldados enfermos en el hospital, una mentira deliberadamente propagada con el fin de justificar la carnicería que se había ordenado de manera expedita desde el mando central, en La Habana, y que los matones de Río Chaviano estaban ejecutando con mucho entusiasmo.
Según se ha podido cotejar, en el ataque los revolucionarios habían tenido cinco bajas mortales, pero horas después fueron asesinados otros 56 jóvenes y si aquel mismo día no hubo más fue por la actitud de Sarría, que desde el momento mismo de la captura no se despegó un minuto de Fidel: lo condujo en la cabina del vehículo; se negó a entregárselo al comandante Pérez Chaumont –«El prisionero es mío», le dijo– y nunca se le ocurrió llevarlo al Moncada, sino al Vivac.
En este último sitio Fidel fue interrogado por el propio Chacal de Oriente; los fotógrafos logran tomarle la conocida imagen con José Martí a sus espaldas; la prensa divulga la noticia de que el jefe del asalto no se encuentra muerto, como ya se había informado; y el revolucionario le da la cara al país: «Me hago responsable de todo».
Luego vendría la cárcel de Boniato, el juicio y La historia me absolverá; la prisión en la Isla de Pinos, el exilio y el regreso a las mismas montañas donde Sarría y sus hombres lo habían sorprendido dormido tres años antes en aquel bohío inmundo, sin imaginar nunca que tenían ante sí al hombre que cambiaría la historia de su país.
Fidel explicó que, ante la hipotética oportunidad de volver a iniciar la lucha, habría optado por saltarse el Moncada e ir directo a la Sierra, sin embargo, siempre reivindicó los sucesos del 26 de Julio de 1953, en Santiago de Cuba y Bayamo, como una derrota militar y una victoria política, un punto de no retorno que marcó un antes y un después en el despertar de la conciencia nacional.
Ignacio Ramonet, quien escuchó este relato por boca del propio líder cubano mientras sostenía la histórica conversación que luego quedaría recogida como Cien horas con Fidel, no tardó en reconocer que el teniente Sarría resultó una casualidad afortunada para el líder de la Revolución que estaba naciendo por aquellos días.
—Le debe usted la vida, evidentemente, le comentó el intelectual de origen español, director de Le Monde Diplomatique.
—¡Tres veces por lo menos!, le respondió Fidel.
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