Cinco mil. Una y otra vez el número le aparecía en el pensamiento como un flashazo. Estaba acostado en su litera, las manos detrás de la cabeza, los ojos en el techo, como si aquella no fuera la última noche tras las rejas. Cinco mil días —pensó de nuevo— y enseguida comprendió que le faltaba poco más de un mes para cumplirlos en la cárcel. Para la contrarrevolución era el rubio de Cabaiguán; el agente Allam para la Seguridad del Estado cubana. Su nombre verdadero: Enoel Salas Santos.
Hoy tiene 85 años y vive en el municipio villaclareño de Placetas. Su verdadera identidad salió a la luz pública hace casi cuatro décadas, cuando ya tenía sobre sí decenas de misiones cumplidas. En sus tiempos libres cuida las plantas, lee, recuerda, enseña. Cuando habla se le notan más las arrugas alrededor de los ojos, pero en ellos todavía conserva el mismo color azul de su juventud. Para muchos ha tenido dos vidas, dos historias, aunque él sabe cuánto de heroísmo y consagración existe en cada una de ellas.
Prueba de fuego
Enoel tenía 42 años aquella última noche en prisión y de pronto lo recordaba todo. Había nacido en un pequeño poblado conocido como Neiva, casi en el centro de Cuba. Su padre llegaba a casa con un peso cada día cuando tenía trabajo, pero aquello apenas alcanzaba para mantener a la esposa y a los hijos. Desde los siete años Enoel lo imitó y recibía diez centavos por sembrar posturas en las vegas de tabaco. La escuela era demasiado cara, inimaginable.
Quizás por eso no comprendió por qué el 10 de marzo de 1952 unos vecinos hicieron fiesta en la casa. “Le pregunté a un muchacho qué ocurría y me dijo lo del golpe de estado de Batista —recuerda—, aunque yo nunca había escuchado ese nombre. Me explicó que era un dictador y cómo le quitó el poder a Grau, el presidente escogido por el pueblo, pero yo tampoco conocía qué era ser presidente”.
No obstante, esa noche Enoel tomó la primera decisión de su vida asociada a la política y le prendió fuego a la casa de tabaco de aquella familia. Recién había cumplido 16 años y trabajaba para un pequeño terrateniente de Cabaiguán. “A los pocos años uno de los hijos de aquel hombre llegó de La Habana a pasar las vacaciones allí y nos contó sobre el Movimiento 26 de Julio. Aquello enseguida prendió y entre seis o siete guajiros formamos la primera cédula”.
En ese lugar realizaron algunas acciones clandestinas. En una de ellas quemaron unos cultivos pertenecientes a Joaquín Casillas Lumpuy, el asesino de Jesús Menéndez. Sin embargo, aquello duró menos de un año, porque a mediados de 1957 la dirección del movimiento convocó a una huelga nacional en protesta por la muerte de Frank País y el pequeño grupo se dio a la tarea de buscar armas entre los campesinos.
Bohío a bohío recopilaron algunas, pero un seguidor de Batista no solo se rehusó a entregarle las suyas, sino que les disparó por la espalda cuando se marchaban del lugar. Los jóvenes respondieron y el hombre cayó muerto. No quedaba otra salida. Había que internarse en las montañas del Escambray para burlar a la Guardia Rural.
“En el camino hacia las lomas llegamos a una finca conocida como La Llorona y le pedimos al propietario que nos hiciera comida. Él aceptó, pero nos dijo que primero debía ir a un poblado cercano a buscar sal y grasa. Nosotros estuvimos de acuerdo, porque así nos informaba por dónde andaban los soldados. El hombre llegó un rato después con la comida, la dejó y automáticamente se fue corriendo. Le había avisado a los guardias y ahí mismo nos cayeron a tiros”.
De los quince muchachos apenas seis lograron escapar. Enoel salió sin saber a dónde iba, pero solo recibió una herida. Mientras habla se levanta la manga de la camisa y muestra la cicatriz en el brazo izquierdo. Es una franja delgada más blanca que el resto de la piel, aunque él sabe cuántas oscuridades guardan esos pocos centímetros del roce de una bala.
Durante los días siguientes los soldados literalmente cazaron a sus compañeros. A cuentagotas, como para extender el dolor, aparecían los cadáveres en los caminos, hasta que los muertos llegaron a nueve. Mientras tanto, unos campesinos encontraron a Enoel en una cueva y lo protegieron en un pequeño rancho. Con alguno de ellos formó otra guerrilla y siguió hasta lo profundo del monte.
Allá lo halló el Che cuando un año después apareció con su columna invasora. Lo primero, unir las fuerzas que operaban en la zona; lo segundo, realizar acciones para liberar los poblados cercanos. El plan de Ernesto tuvo éxito y contribuyó al fin de la tiranía. Enoel recibió el año 1959 con la alegría de la huida de Batista. Entonces tenía 22 años y aun no sabía leer o multiplicar, pero cuando entró a La Habana con el resto de los rebeldes conocía muy bien la historia que quería escribir a partir de ese momento.
Infiltrado
Enoel apenas permaneció dos semanas en la fortaleza de La Cabaña. “Enseguida nos enviaron para Las Villas con el objetivo de dirigir algunos poblados —cuenta—. A mí me mandaron para Guayos, aunque luego fui también a Cruces. Sin embargo, ya se daban los primeros pasos para consolidar el Departamento de Investigaciones del Ejército Rebelde (DIER) y piden un grupo de oficiales para formarlos como parte de la seguridad. Ahí me fui yo”.
Muchos de aquellos hombres todavía eran analfabetos. Entonces la Revolución abrió una escuela en la localidad de Jaimanitas y Enoel sacó hasta el cuarto grado. Estudiaba tres días a la semana y otros tres los dedicaba al trabajo. Casi con la misma alegría de la primera vez, recuerda cómo le gustaba aquello de unir letras y formar palabras. En poco más de dos meses consiguió aprender, pero enseguida le llegó una de sus primeras misiones.
“Muchos oficiales se dieron grados luego del triunfo. Cuando se detectó eso formaron con ellos un grupo de 150 hombres y allí me incluyen a mí como miembro de la seguridad. La prueba era subir diez veces el Pico Turquino y luego realizar largas marchas por la zona de Guantánamo, con el objetivo de que realmente se ganaran los cargos. Al final solo quedamos 36”, rememora.
En los meses siguientes Enoel recibió otras misiones encaminadas a detectar a miembros de la contrarrevolución entre los soldados. Poco a poco se ganó la confianza de sus jefes, aunque no olvida cuánto de rigor imponía la preparación para asumir esas tareas. Al frente de todos estaba el comandante Manuel Piñeiro Losada, conocido como Barbarroja, y uno de los encargados de fundar el 26 de marzo de 1959 los órganos de la Seguridad del Estado.
“Como parte de la preparación él nos obligaba a aprendernos cien números de teléfonos. Luego preguntaba diez o doce y debías decírselos. Por supuesto, no eran como los de ahora, pero aun así significaba un gran reto. Cuando uno está infiltrado en una organización contrarrevolucionaria tienes que ser como ellos, decir lo que quieren escuchar, seguirles el juego hasta tener la información. Barbarroja siempre decía una frase que no olvido: escucha mucho y habla poco”.
Con esa idea Enoel pasó a trabajar como segundo jefe de la Base Aérea de San Julián, un importante enclave militar en la provincia de Pinar del Río. Allí también contribuyó a detectar actividades de la contrarrevolución, pero fue un paso más allá.
“Teníamos a un compañero infiltrado en una organización enemiga conocida como Movimiento MRR, aunque no estaba trabajando bien ni para ellos ni para nosotros. Entonces proponen incluirme a mí en su lugar. Figúrate, yo era segundo jefe de una base aérea de la Revolución, una opción tentadora para la contra, así que montamos el plan y terminé dentro del grupo”, cuenta.
Mientras el rubio de Cabaiguán se construía un nombre entre los enemigos de la Revolución, poco a poco tomaban fuerza los ataques piratas y los planes contra Cuba elaborados por la organización terrorista Alpha 66. Entonces la dirección de la Seguridad del Estado le orientó penetrar también ese grupo. Aquello fue un escándalo.
De pronto en todas las unidades policiales del país apareció su nombre como el de un traidor. La familia supo de su deserción y le viró la espalda. En los próximos 23 años apenas tendrían contacto. Llegó a La Habana de forma clandestina y enseguida contactó con algunos dirigentes contrarrevolucionarios. Ya tenía referencias como un hombre definitivamente alejado de la Revolución y encontró poca resistencia.
“Enseguida surgió la idea de sacarme del país para organizar desde afuera algunas bandas de alzados que irían al Escambray. Todo ocurrió a través de la Embajada de Brasil. La contra lo organizó desde el principio, me citaron en un lugar y allí me recogió un auto diplomático. De ahí nos sacaron y fuimos a parar a una prisión en Río de Janeiro, para luego salir y aparecer en Estados Unidos”, explica.
Cuando Enoel llegó a Miami casi enseguida los miembros de Alpha 66 lo buscaron y le ofrecieron varios cargos. El aceptó solo uno: coordinador militar del movimiento. Aquella responsabilidad no solo lo ubicaba como segundo al mando, sino que le permitía acceder a una valiosísima información para trasladar a los servicios secretos cubanos. El plan marchaba bien.
Cuando el agente Allam cuenta esa historia no puede contener una sonrisa de picardía. “Parece que no fui buen jefe —dice—, porque casi todas las lanchas piratas que salían de allá las capturaban aquí”. Ante el poco impacto de esos ataques, Eloy Gutiérrez Menoyo, el líder de Alpha 66, decidió abrir unos campamentos en Puerto Rico y República Dominicana para desde allí introducir mercenarios por el oriente de Cuba. Con él se fue Enoel Salas.
Así estuvo entre 1963 y casi todo 1964. A través de diversos métodos mantenía actualizada a la Seguridad del Estado cubana desde Santo Domingo. Hombre discreto y responsable, confiesa que aun no los puede revelar todos, pero sí habla sobre el uso de dos diccionarios idénticos para transmitir los mensajes.
“Yo tenía uno y los oficiales que me atendían otro —explica casi como en un susurro—. A través de un código previamente establecido podía comunicarme y enviar la información. También usábamos el teléfono para textos cortos, siempre en clave. Los contrarrevolucionarios nunca sospecharon de mí”.
Gracias al trabajo de Enoel la inteligencia cubana ya conocía sobre los planes de introducir mercenarios en el país, la cantidad de hombres alistándose e incluso la posible fecha de la primera incursión. Todo se había planificado para el 20 de enero de 1965, pero en la noche del 27 de diciembre del año anterior Eloy Gutiérrez sorprendió a todos. “¡Móntense en la lancha esa —les ordenó—, que nos vamos pa Cuba!”.
El agente no perdió la calma, gritó como los demás y se dispuso a regresar a su tierra como un connotado terrorista. Sin embargo, ¿qué hacer? ¿Cómo informar a la seguridad cubana que todo se había adelantado? Mientras la embarcación avanzaba entre la oscuridad y el silencio del Canal de los Vientos, él encontró una solución magistral.
“Empecé a dejar pistas en el terreno para que me identificaran. Así solté un carnet, la licencia de conducción, un anillo. Cuando las milicias encontraran aquellos objetos los oficiales de inteligencia se iban a dar cuenta que eran míos, y por tanto conocerían la cantidad de hombres o los objetivos, porque esa información ya se la había mandado desde Santo Domingo”.
El plan funcionó y las Milicias Serranas comenzaron a cercar al grupo. Ningún campesino los ayudaba y pronto se vieron en un terreno muy pequeño. No obstante, todavía no les bastaba para rendirse.
“Ya casi teníamos a los soldados encima y decidimos escondernos en un potrero con la hierba muy alta. Desde ahí yo veía cómo las milicias pasaban cerca. Entonces me di cuenta que ellos andaban por unos caminitos hechos por las vacas y comencé a arrastrarme muy despacio hacia atrás. Al rato logré sacar los pies y atravesarlos en medio de aquellos trillos. Enseguida los soldados los vieron y nos detuvieron a todos”, rememora.
Después de aquello Enoel Salas llegó a La Habana como un mercenario más. Solo unos pocos miembros de la Seguridad del Estado conocían su trabajo y cuánta información aportó durante aquellos años en el exterior. Entonces vino otro de esos momentos que le marcaron la vida: ¿dar a conocer su verdadero rostro o mantenerlo dentro de los mercenarios?
“En varias ocasiones Eloy se había jactado al decir que muchos oficiales de la seguridad y el ejército cubanos estaban a favor de Alpha 66, así que me entrevisté con mis superiores y planteamos la opción de ir a prisión para aclarar todo aquello. Yo estaba casi convencido que aquello no era así, justo como corroboramos luego, pero para estar seguros decidimos que yo fuera ir a juicio como los demás”.
Enoel tenía 29 años de edad y en aquel proceso recibió una sanción de 25 años de cárcel. Cuando a sus espaldas sintió por primera vez el rechinar de la puerta metálica que conducía a su área, de nuevo supo cuánto sacrificio implica defender una causa justa. En la cárcel, rodeado de verdaderos terroristas, pasaría los próximos 13 años y siete meses. Allí también fue el agente Allam.
“El enemigo del miedo son los ideales”
La vida en cualquier presidio no es sencilla, pero la soledad la complejiza aun más. “Yo no recibía visitas de mi familia —recuerda—, porque los decepcioné a todos. Ellos se hicieron revolucionarios por mí, me veían como un ídolo y de pronto descubrieron que era un traidor”. No obstante, él no olvida para qué está allí. “El trabajo ocupaba todo el tiempo —agrega—. A veces terminaba uno y ya tenía información para comenzar otro”.
Junto a él estaban miembros de la CIA, terroristas, asesinos, líderes de organizaciones contrarrevolucionarias, y en más de una ocasión planearon desde allí ataques contra Cuba o atentados a Fidel, pero siempre fallaban gracias al trabajo de la contrainteligencia. A más de cuatro décadas de su última noche en prisión, el agente Allan todavía recuerda cómo repasaba una y otra vez qué hacer para cumplir su misión.
“A veces debía provocar mi traslado hacia una celda para sacarle información a alguien. Si sabía que allí estaba un contrarrevolucionario importante, empujaba a un guardia o tiraba los platos a la hora del almuerzo para que me castigaran y me enviaran a allá. Entonces ahí podía trabajar a esa persona. Otras veces me iba solo, pero enseguida me traían a alguien. Yo estaba ahí para trabajarlos”, asegura.
Poco a poco pasaron los años y Enoel llegó a trece dentro de las cárceles cubanas. Cuando por fin recibió algunos pases, aprovechó y se casó con su esposa de tantos años, una mujer que conoció durante las visitas a otros contrarrevolucionarios de su grupo. Acostumbrado a no calentar demasiado las palabras, confiesa que durante toda su vida como agente encubierto el miedo es inevitable.
“Uno siempre lo siente. Siempre, siempre —revela—. Pero a mí Barbarroja me enseñó algo muy cierto: el peor enemigo del miedo son los ideales. Constantemente pensaba en eso cuando me quedaba solo. También en el valor del trabajo que realizaba y en cuánto ayudaba a la Revolución. Yo realmente estaba encantado, porque sabía de corazón todos los beneficios”.
A fines de la década de 1970 le llegó por fin el momento de la libertad. Ya varios reclusos estaban en la calle o fuera de Cuba y él no cumplía objetivo en la cárcel. No obstante, aun le quedaban varios años sin descubrir su verdad a la luz. El cambio vino en 1985, durante un gran acto en el municipio de Placetas, su lugar de residencia desde la salida de prisión.
“Mi citaron a La Habana y me informaron la decisión de darme a conocer. Entonces citaron a todos mis familiares, amigos, oficiales, pero nadie sabía qué pasaba. Algunos incluso hablaban de mi muerte, pero los sorprendí al llegar en un jeep con otros oficiales de la Seguridad del Estado. Allí lo explicaron todo. Mi familia y yo llorábamos y ambos nos felicitamos. Ellos por mi trabajo, y yo por la actitud que tomaron ante mi supuesta traición”, rememora.
Desde entonces Enoel Salas vive en el mismo municipio y ha recibido decenas de reconocimientos. Cuenta su historia con humildad y modestia. Mueve las manos, adelanta el rostro, sonríe. Todavía es difícil arrancarle las palabras, pero el rubio de Cabaiguán, el agente Allam o sencillamente el viejo Enoel, sabe muy bien por qué ha entregado su vida.
“Me arrepiento de no haber hecho más —dice a modo de última confesión—, porque hoy contamos con mejores condiciones para trabajar. Eso los jóvenes deben aprovecharlo más. Mientras hablamos, otros compañeros desempeñan tal vez misiones similares a las mías. En mi caso, tengo 85 años y quisiera durar cien más para continuar aportando a la Seguridad del Estado y a la Revolución. Aunque ya mi nombre sea público, uno nunca deja de ser un agente al servicio de Cuba”.
Y pensar que a este héroe casi nadie lo conoce