En la lejanía, los perros jíbaros acorralan un búfalo descarriado en las márgenes de la presa Zaza. Los bufidos llegan hasta aquí. En la mañana, Yudith Gómez Pérez lo vio merodeando por los alrededores del horno de carbón, y se lo advirtió a su esposo Alejandro Mayo Rodríguez. Ella no le tiene miedo a coger el hacha y pasarse un día entero derribando marabú; pero sí respeta ese animal salvaje, mucho más que a los perros jíbaros que se dan en la zona de Palma, en los límites entre Sancti Spíritus y La Sierpe, como la jutía en monte virgen.
Por ahora, esta mujer, única carbonera en la Empresa Agroforestal de Sancti Spíritus, olvida el búfalo acosado y se incorpora del camastro. Es momento de relevar a su compañero, quien no ha pegado un ojo durante toda la noche.
Ambos conocen que un horno de 100 sacos crece, tronco a tronco, con la lentitud de una palma; pero hace una boca y explota con la velocidad que cae un racimo de palmiche. Comprensible por qué Yudith, solo después de darle dos o tres vueltas a la mole de marabú, cubierta de tierra y paja, se sienta sobre un pedazo de algarrobo para vigilarla con ojos de luna llena, a esa hora de la madrugada.
—¿Cómo estará la gente por la casa?
Apenas ella y la oscuridad escuchan la pregunta; con su esposo, lleva 23 días en las entrañas de la espesura, cortando aroma, repicando leña, armando hornos, a unos dos kilómetros del hogar. No hay otro modo de aprovechar la jornada; de lo contrario, se pasarían el día en el camino.
Cuando deciden hacerse al monte, Alejandro prepara los bueyes Ojinegro y Bordao, y carga el carretón con lo indispensable para vivir en campaña: un box spring medio destartalado, carne salada, arroz, viandas, un tanque de 55 galones con agua. “Una mudá completa”, resume Yudith.
Huu, huuuuu… El sonido viene de una caoba sobreviviente entre estos marabuzales. A la carbonera le resulta familiar. Es una lechuza que acompaña, como un amuleto, al matrimonio dondequiera que planta un horno; aunque, a decir verdad, únicamente el trabajo le ha dado la buena suerte a esta mujer de 51 años, nacida y criada en el batey de Cruce de San Joaquín, en Las Tunas.
Sin mucho peso en el maletín, en el 2000 vino para Sancti Spíritus junto a Alejandro y el hijo, con la cabeza puesta en cómo sacudirse las carencias económicas. Al principio, pastoreó chivos de la Empresa Agroforestal; llegó a cuidar hasta cien. Sin embargo, la piara se le volvía incontrolable; no sabía chiflar. Otro inconveniente surgió: el rebaño era un manjar para los perros jíbaros. “A veces, salían con el animal en la boca, y yo sin saber qué hacer”.
De chapear tampoco a quien le haga un cuento a Yudith. Cuando no le quedó otra alternativa, cortó malezas en áreas de la misma entidad. Todavía hoy no sabe silbar, pero si el machete tiene un filo que chispee a contraluz del sol, canta en su mano izquierda.
Al contraerse el presupuesto de la entidad, la tunera aplatanada en Sancti Spíritus no se quedó acostada, mirando el techo de la casa. Resuelta le dijo a su compañero: Ale, el primero que hizo carbón no sabía nada; así que vamos a experimentar.
Hace siete años de ello y aún Yudith sigue ahí, como ahora mismo, vigilando el horno, viendo la noche esconderse en el día, que después, cansado, desaparecerá por los recodos de la noche. Ahí continúa, a pesar, incluso, de los sinsabores en el oficio. Por si acaso, cruza los dedos para espantar los malos augurios.
Amanece. Y el revoleteo de las torcazas cabeciblancas le apresuran el recuerdo. Tenían unos 50 sacos recogidos ya; de momento, vino aquella nube intrusa, y los protegieron con una manta de polietileno; pero el carbón todavía no estaba frío, frío. El vapor que dormía en los trozos negruzcos despertó poco a poco irremediablemente.
El matrimonio, que permanecía en un rancho cercano, de pronto sintió olor “a goma quemá’”. Cuando salieron a ver qué sucedía, la bola de candela ya devoraba los sacos de un solo y rojizo bocado. Yudith y Alejandro casi se desmayan por el susto y la impotencia; lloraron como nunca antes.
—¡Ay, mi’jo!, vamos a pensar que estamos vivos, que no te caíste dentro del horno, ni tampoco yo.
Y se lo aseguró al esposo por una elemental razón: es de las que también considera que en la vida usted no puede cambiar la dirección del viento; pero sí ajustar las velas y llegar al puerto.
Lo confirman sus piernas, llenas de várices, que no esconde, de tanto caminar, de tanto “burrear” leña de aroma sobre sus hombros. No se queja, y dice sin petulancia que producen carbón puro, solo de marabú, para exportar. Así gana la economía de Cuba y la de su familia, ya sin magros bolsillos.
Entre los ramajes, la carbonera divisa la silueta de Alejandro, quien le trae el buche de café mañanero. Se levanta del trozo de algarrobo, donde acomodó su cuerpo en la madrugada. Llueve rocío. Se quita el sombrero y luego el pañuelo, que resguardaba su pelo amarillo, sin nada del tizne grasoso que suelta el carbón y que se pega a la ropa, a la piel, de mala manera. Y en ese instante, Yudith descubre, junto al tronco donde descansa el hacha, un manojo de margaritas blancas a punto de florecer.
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