“Eran las cinco de la tarde, ya había comido y de repente entra una enfermera a mi habitación y me pregunta mi nombre, yo le respondo: Ernesto Borges Rodríguez y su mirada me lo reveló todo. Le respondí: no me lo diga, soy positivo”.
Tal vez, estas fueron unas de las palabras más difíciles que haya escuchado en toda su vida. Ni siquiera sabía cómo se había contagiado. Por su mente pasaron un cúmulo de pensamientos y por más que trataba de pensar que todo estaba bien, no era así. A veces, la vida nos conduce a momentos que no queremos vivir y nos empuja a conocer lo que verdaderamente es el miedo.
“Sí, no te puedo engañar, sentí miedo, miedo de contagiar a mi familia, de contagiar a mi vecino, un niño de tres años al que quiero mucho, miedo a que ocurriera un desenlace fatal”.
¿Qué fue lo primero que pensó cuando recibió la noticia de que era positivo a la COVID-19?
Lo primero que pensé fue preguntarme ¿cómo sucedió?, ¿dónde lo cogí?, ¿qué violé?, ¿qué medida no cumplí? En mi caso siempre traté, por todos los medios, de cumplir con las medidas y de ser cuidadoso en ello; pero, bueno, ¡me sorprendió!, cuestión esta que demuestra que la enfermedad es muy contagiosa. Realmente pensé en eso y en la familia, después poco a poco fui pensando en los compañeros con los que me relacioné y, también, en cómo fue posible que me contagiara o dónde pude haber estado para contagiarme; algo que todavía no sé.
¿Cómo se vio afectada su familia ante esa situación?
Los protocolos que se aplican en Cuba son, a mi modo de ver, efectivos, muy efectivos. Cuando nos vemos en un trance como este, lógicamente la familia sufre, porque, en primer lugar, al paciente enfermo la familia no lo puede cuidar; en segundo lugar, la familia cae en la categoría de sospechosa o de contacto directo, entonces hay que aislarlos y ocurre un proceso que, desde el punto de vista psicológico, es muy fuerte, es traumático y lo más importante es comprender y asimilar la necesidad de que eso sea así.
Siempre estuvo la preocupación latente y latiente de lo que pudiera suceder. En mi caso, felizmente, no contagié a nadie, pero fueron momentos muy difíciles. Gracias a las nuevas tecnologías mantuve siempre una comunicación con mi familia y ese mensaje de aliento, de saber que no tenía nada contribuyó a que yo me sintiera mejor.
Inicialmente estuvo ingresado en el Hospital de Rehabilitación y, posteriormente, fue trasladado al Hospital Militar de Santa Clara, ¿cuáles fueron sus vivencias en ambos centros?
Bueno, cuando comencé con los síntomas lo primero que hice fue seguir el protocolo establecido: no fui a trabajar, llamé a mis superiores y les informé la situación. Luego, me presenté en el Policlínico Norte, que es mi área de salud, y ahí se me hizo el PCR. Me trasladaron hacia Jatibonico y empezaron con el tratamiento. Al dar positivo me ingresaron en el Hospital de Rehabilitación. Había condiciones muy buenas e, incluso, hasta nos tenían el agua caliente para bañarnos. Vi médicos muy jóvenes y eso me sorprendió gratamente, porque a veces queremos que nos atiendan médicos de más experiencia; sin embargo, al ver la profesionalidad con la que se desempeñaban, nos damos cuenta de que el relevo está seguro. En esos momentos uno está viviendo una zozobra, pero cuando los médicos me ponían el tratamiento pensé: bueno, esta enfermedad se puede vencer.
Después me enviaron hacia el Hospital Militar de Santa Clara, allí me encontré con las mismas actitudes y aptitudes, vi médicos muy jóvenes que, sin ningún miedo, se acercaban, me auscultaban, me indicaban y realizaban Rayos x de tórax, análisis, mostraban una preocupación constante por los enfermos. Recuerdo que en un momento determinado perdí la comunicación con mi familia, pues se me rompió el móvil, y al verme en esa situación el personal de la salud enseguida buscó alternativas para que yo pudiera comunicarme con ellos y eso regocija. También recuerdo que todos los días temprano llegaba la auxiliar de limpieza y aquella señora, de una forma amable, con ternura, me saludaba, me preguntaba por mi familia y eso te marca y deja una huella que la tendré por siempre.
¿Alguna vez pensó que no iba a ser capaz de ganarle la batalla a esa enfermedad?
No. Yo pensé que me podía complicar y esa posibilidad te acompaña mientras dura el ingreso. En los siete días que estuve ingresado, no llegó a 15 horas lo que dormí, sabía que en cualquier momento me podía complicar, pero estaba donde tenía que estar. Yo no estaba abandonado, no estaba en Ecuador, ni en Brasil, ni en la India, ¡yo estaba en Cuba! y sentía esa seguridad de que me estaban atendiendo con medicamentos muy buenos y efectivos. Traté siempre de no pensar en lo que me podía pasar. Había momentos en los que me ponía un poco mal, pero tenía a otro enfermo al lado y hacíamos cuentos y compartíamos vivencias, nos reíamos.
A pesar de todo el calvario que estaba viviendo, ¿cómo influyó el apoyo de sus amigos y familiares?
En muchos actos que suceden en la vida hay cosas que marcan la diferencia. Me marcó mucho esas preocupaciones de los familiares y amigos a través de llamadas constantes. Era raro el día en que varias personas, desde compañeros de trabajo hasta familiares y jefes, no te llamaran para preguntarte cómo te sentías, qué te hacía falta. Eso me hizo sentirme acompañado y me dio la dimensión de sentir que nunca estuve solo, siempre estaban alentándome. Me sentí gratificado con esos gestos que por pequeños que sean me hicieron sentir arropado en todo momento.
¿Qué secuelas le ha dejado esta enfermedad?
Me dejó cansancio, algunos dolores en el cuerpo, en las articulaciones, pero la mayor secuela me la ha dejado en la parte espiritual, porque pasamos por unas tensiones muy complejas. Dormí poco durante el ingreso y cuando llegué a mi casa, inicialmente no podía dormir, tenía pesadillas. Los primeros días de mi llegada fueron terribles, no entendía que nadie anduviera sin nasobuco dentro de la casa, no permitía que nadie entrara. Estas son cosas que psicológicamente afectan, pero también dejan una enseñanza, porque aprendemos a cuidarnos más y a velar por los demás.
Antes hablaba de momentos y vivencias que lo distraían y llevaban a la risa, ¿podría compartirlos?
Bueno, cuando le dije a mi esposa que me preparara las cosas ya que me ingresaban en Jatibonico, le pedí que no se olvidara de ponerme en el maletín algunos libros, pues tengo adicción por la lectura. Recuerdo que la primera noche no podía conciliar el sueño, eran alrededor de las 2:00 a. m. y el primer libro que tomo para leer se titula Madrugada infernal, imagínese cómo me sentía en ese momento, no me podía concentrar y qué ironía, el título del libro martillándome en la mente, al final me puse a leer uno sobre música que mi hijo me recomendó, ¡yo que no sé nada de música! Luego cuando soy trasladado a Rehabilitación, un paciente que había venido de Rusia tenía un radio, me preguntó que si lo podía encender y le dije que sí. En ese momento recuerdo que se complacía a una mujer por su cumpleaños con una canción de Polo Montañez que decía: “el último minuto de mi vida debe ser, amargo…”. Escucho aquella letra y digo: bueno, ¿esto qué significa?, pero no termina ahí, como parte de la labor de los medios en la lucha contra la pandemia al poco rato sale al aire un mensaje a la población leído por Juan Carlos Castellón, un excelente locutor, donde se expresaba: ¡Espirituanos, estén alertas, la COVID mata, la COVID mata!, pero además lo leía con reafirmación y con esa impronta muy de él y yo pensaba, ¡pero Juan Carlos me está diciendo estas cosas!
También esa noche estaba sentado conversando con los demás compañeros del cuarto y de pronto un gato negro se paseaba por todo el lugar, me miraba, daba vueltas y terminaba en la ventana cerca de mi cama y yo, con mis raíces ancladas profundamente en esta cubanía que nos acompaña, pensaba en el criterio popular sobre la mala suerte que trae un gato negro. Ante mi sorpresa los demás jaranearon y terminamos riendo sin apenas darnos cuenta de que estábamos venciendo la enfermedad.
¿Cómo calificaría la atención del personal médico?
Decirte que la atención médica fue excelente es una verdad de Perogrullo. Todos los días se habla sobre eso; otra cuestión es vivirlo y sentirlo, estar ahí para que te des cuenta de la grandeza de nuestro personal médico. Cuando lo escuchamos por la radio y la televisión nos solidarizamos y nos sentimos cubanos, pero cuando estás enfermo, en ese lugar y ves lo que hacen los médicos es que comprendes su grandeza. Cuando lo vives de cerca, cuando lo sientes, entonces te sorprendes de verdad y te das cuenta de esa realidad objetiva que nadie va a quitar nunca de nuestro país y es la majestuosa dimensión humana de ese personal médico, que trabaja en condiciones difíciles, complejas, en situaciones sumamente delicadas, extremas y lo hacen con una vocación inigualable, que raya lo pasional, la excelencia y no puedo más que preguntarme ¿cómo lo hacen? Jamás en el tiempo que estuve viví un mal gesto, una mala contesta, no faltó esa palabra de apoyo, de comprensión. Guardo el mejor recuerdo y tengo el convencimiento de que con personas así es imposible que esa enfermedad nos pueda vencer.
Aunque a Ernesto nunca le faltó esa palabra de aliento, comprensión y el excelente tratamiento cubano, careció espiritualmente de los cuidados de sus seres queridos. “A veces cuando estamos enfermos necesitamos que un familiar querido venga y nos dé un beso y nos pase la mano por la cabeza, eso también cura”.
Y, quizás, para aliviar un poco las preocupaciones que sentía por su familia, nada le era tan placentero como conversar todas las mañanas con su amigo Duverger para hablar del día a día, con René o con Mayito, quien lo distraía hablando de deporte.
Esta no es una historia común, en ella va enraizada la esencia de lo que es Cuba, de lo que son sus médicos y el agradecimiento de un cubano que al concluir esta entrevista, coloca su mano sobre mi hombro y me dice: “Algún día, la historia escribirá sobre ellos en esta lucha contra la pandemia, porque han tallado la dignidad con palabras mayúsculas en el corazón del mundo que los necesita para salvarse”.
Estudiante de Periodismo*
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