A los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, que se siguen llamando así, aunque serán en el 2021, les falta poco menos de un mes para convertirse en una realidad.
Y se harán, aun en medio de la incertidumbre provocada desde el pasado año, cuando se decidió posponerlos, y pese al rechazo de buena parte de la población local, pues, si las encuestas son certeras, cerca de un 80 por ciento es reacio a la celebración, debido a la situación de la pandemia.
Lo cierto es que Japón ha estado de ola en ola —ya van por la cuarta— y de cuarentena en cuarentena para tratar de frenar la COVID-19, que, según datos recientes, justo un mes antes, ascendía a 788 356 contagiados (lugar 34 del mundo), aunque con menos casos diarios y más de 14 450 muertes, este último indicador con una importante reducción. De acuerdo con las autoridades del país, hacia el 20 de junio, cuando cesó la emergencia, los enfermos habían descendido en todo el país desde mediados de mayo, aunque las cifras siguen altas.
A pinto de encenderse las luces olímpicas, las críticas han sobrepasado a los aplausos; las más prominentes han sido de su personal médico, por tener sobre sus hombros el mayor desgaste en la guerra contra la pandemia y por la probable quinta ola que muchos auguran ocurrirá tras los Juegos.
Otro de los argumentos de los opuestos es la lentitud del país asiático en aplicar la vacunación a sus ciudadanos. En mayo Japón había vacunado solo al 2.8 por ciento de su población, la tasa más baja entre los países desarrollados. Varios factores compiten en ese retraso, a juzgar por las coincidencias de varios medios: la desconfianza de los ciudadanos en las vacunas, la complejidad del sistema burocrático para la aprobación de estas y la escasez de dosis disponibles, a pesar de que esa nación ha donado inyecciones a otros países, así como la escasez de personal y de camas disponibles en los hospitales para atender a los enfermos.
Pero, aunque tarde, los nipones le pusieron el pie al acelerador de las vacunas y recientemente anunció su aplicación a todos los atletas, los organizadores y los voluntarios.
Es que, a la hora de sopesar el costo-beneficio de los Juegos, los asiáticos se inclinaron por el primero, en lo sanitario y lo económico, aunque nada les va a evitar las pérdidas millonarias para una cita catalogada como la más cara de la historia con un gasto calculado en unos 26 000 millones.
Los más escépticos hablan, incluso, de un ave del infortunio de la capital japonesa, que ya una vez debió suspender totalmente unos juegos: los de 1940 debido a la Segunda Guerra Mundial, luego de la primera suspensión de estas en 1916, en Berlín, por el primer conflicto bélico universal y antes de la tercera cancelación, en 1944 (Londres), por la misma razón que su versión antecesora.
Y aunque los augurios son desfavorables, el gobierno de Japón y el Comité Olímpico Internacional (COI) apuestan por unos buenos Juegos, por más atípicos que sean y porque han impuesto modos de clasificación para sus participantes, en muchos casos anormales y en otros injustos, tal como lo haya dictado la pandemia para uno u otro deporte.
Así no todos los atletas llegarán en la misma forma deportiva. Mientras algunos no han dejado de entrenar e, incluso de competir, pese a las restricciones, otros se han preparado de manera intermitente en dependencia de las condiciones de la pandemia y muchos ni han salido de sus confines geográficos en los últimos dos años.
Pero los deportistas, los más interesados en que la cita olímpica se efectúe, han hecho su mayor esfuerzo para que, en materia deportiva, los Juegos muestren la validez de realizarse. Para muchos se trata de intensos meses y años de sacrificio en todo el ciclo, una carga que se debe liberar casi hasta por salud; para otros significa su última opción de participar en la cita más importante del mundo competitivo y para todos es la posibilidad de competir.
Para aplacar la incertidumbre de quienes se oponen, Japón ha anunciado un paquete de medidas sanitarias para que la COVID-19 no ocupe asiento en sus fastuosas instalaciones, que se tragaron la mayor parte de la billonaria inversión de los Juegos.
Tras debatirse en si se permitía o no la entrada de público, los organizadores y el gobierno limitaron el acceso al 50 por ciento de la capacidad de los estadios hasta un máximo de 10 000 espectadores —que parecen demasiados—, con la salvedad de que ninguno sea extranjero.
Tokio emitió también medidas especiales a las delegaciones de países como India, Afganistán, Nepal, Paquistán y Sri Lanka, donde las nuevas variantes del nuevo coronavirus campean.
En línea con el modismo de la mayoría de los eventos deportivos que han sobrevivido en medio de la pandemia, la Olimpiada tendrá lugar en formato “burbuja”, lo que impone a los participantes foráneos, incluidos los atletas, el cumplimiento de estrictos protocolos de testeo, restricción de movimientos y uso de mascarilla, a la vez que sugiere a todos llegar vacunados a los aeropuertos, una previsión que ha tenido en cuenta el COI de cada país, como Cuba que ya vacunó a toda su delegación. También se limitará la circulación turística y se anuncian pruebas más frecuentes y masivas que las de dopaje, con el consiguiente confinamiento a quienes den positivo al test.
A escasos días del inicio de los Juegos, Japón levantó el estado de emergencia sanitaria por coronavirus en Tokio y otros lugares del país, aunque dejó algunas restricciones, que no son tan recias si se tiene en cuenta que, contrario a otros países, su alerta sanitaria no conlleva confinamientos y se mantiene la actividad comercial.
El 23 de julio se encenderá el pebetero olímpico y no se apagará hasta el 8 de agosto, con la participación de unos 11 000 atletas de más de 200 países en 33 disciplinas deportivas.
Con dedos cruzados los más optimistas esperan que el nuevo coronavirus no sobrepase el listón y suba hasta el podio de premiaciones a ver si Tokio regala, al menos, días de asueto en medio de un verano que en buena parte del mundo será otra vez sombrío.
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