Pocos hombres son capaces de fusionar en sí mismos tantos sentimientos admirables, pocos son los que llegan a acariciar con hondura el alma de los pueblos, a ganarse su respeto, a ser inspiración.
Juan Almeida Bosque, desde la permanente simbiosis entre lo respetable, lo justo, lo fiel y lo revolucionario, supo quedarse grabado entre los cubanos, quienes lo recordamos como el Comandante sonriente y estoico que siempre fue.
A su humildad y fidelidad naturales, sumó su carisma y su profunda sensibilidad humana y poética. En su ingenio, el arte cobró vida para refrendar su vocación de servicio a la Patria.
De sus manos, las mismas que palparon los muros del Moncada enardecidos, apretaron los barrotes del Presidio Modelo, se asieron a un yate luminoso y empuñaron el fusil definitivo, también brotaron testimonios y canciones sublimes, que enamoraron a más de una dama o identificaron a los obreros y campesinos con el proyecto social que construimos.
Nunca fue Almeida hombre de reflectores, tampoco lo fue de sombras. Su límpida convicción no dejó de condenar un solo día la traición y el sometimiento, a los que consideró manchas deleznables.
Sus ojos se iluminaban con tan solo estar cerca de Fidel y Raúl, sus hermanos de lucha y de causa. Su espíritu reverdecía cuando estaba junto a los suyos, la gente común, a la que escuchó y ayudó siempre, y a los que quiso tanto como ellos a él.
Para las juventudes en Cuba, Almeida auguró «talento, capacidad creadora, ideas renovadoras, esperanzas, sueños (…) y vocación para llevar adelante la Revolución, que no es una obra perfecta, pero es nuestra».
El ejemplo que nos imprimen en el ADN seres corajudos como Juan Almeida, es que no importa cuán arrinconados estemos. Rendirse jamás lo haría un cubano.
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