Hace 20 años, el 11 de septiembre del 2001, el mundo se impactó con la
noticia inusitada de que aviones civiles secuestrados por desconocidos se habían estrellado contra las Torres Gemelas del World Trade Center, en la ciudad de Nueva York, y contra el edificio del Pentágono, en Washington, provocando la destrucción de las dos primeras estructuras, y grandes daños al centro del poder militar estadounidense, a la par que gran número de víctimas.
En lo que resultó la catástrofe más mediática de la historia, aquellas dos
emblemáticas torres de más de cien pisos y 400 metros de altura se desplomaron sobre sí mismas como en una demolición controlada, en una cadena de secuencias fotografiadas y filmadas desde diferentes ángulos, en un ambiente de paroxismo, incredulidad y desesperación de incontables testigos que pudieron ver con sus propios ojos en las calles de Manhattan, tan monumental desastre.
Millones de personas en todo el planeta observaron a través de las pantallas
de los televisores, el dantesco espectáculo, conscientes de que presenciaban en tiempo real la inmolación masiva y simultánea de miles de civiles en medio de gritos, alaridos y la imagen escalofriante de gente inocente lanzándose al vacío, prefiriendo esa muerte a la de perecer abrazados por las llamas.
Luego se irían conociendo los pormenores de la tragedia. Una tercera
aeronave se había proyectado contra el edificio del Pentágono y una cuarta no llegó a su destino estrellándose cerca de Pennsilvania.
Según se pudo establecer en investigaciones posteriores, ese día individuos
suicidas de Al-Qaeda tomaron el control de dos aviones Boeing 767 que cubrían el trayecto Boston-Los Ángeles, poco después de su salida desde el Aeropuerto Internacional Logan . En sus momentos finales, el vuelo 11 de American Airlines voló hacia el sur en dirección a Manhattan y se estrelló a 710 kilómetros por hora en la fachada norte de la Torre Norte, entre las plantas 93 y 99, a las 8:46 am.
Diecisiete minutos más tarde, a las 9:03, el vuelo 175 de United Airlines,
aproximándose desde el sudoeste, impactó en la fachada Sur de la Torre Sur a 870 km/h, entre las plantas 77 a 85. Además de provocar la destrucción de
numerosas vigas de carga del perímetro y del núcleo de las torres, como
consecuencia del impacto se quemaron unos 38 000 litros de combustible de avión, originando grandes incendios en las áreas de oficinas.
Como consecuencia del monstruoso acto terrorista, dentro y cerca de las
torres, 2 753 personas murieron, incluidos los 157 pasajeros y la tripulación a bordo de los dos aviones. El colapso de las Torres Gemelas también causó
grandes daños en el resto de los complejos y edificios cercanos. A las 17:20, el World Trade Center 7 , un edificio contiguo de 47 plantas se derrumbó, como consecuencia de las averías y destrozos provocados por el derrumbe de la torrenorte.
SOSPECHAS BIEN FUNDADAS
Tras el fraude electoral de noviembre del 2000 en La Florida, llegó al poder en Estados Unidos una camarilla ultraderechista encabezada por halcones de la talla del presidente George Walker Bush, del vice Richard Cheney, del secretario de Defensa Donald Rumsfeld, el subsecretario Paul Wolfowitz y de John Bolton, subsecretario de Estado para asuntos de Desarme. Cheney, Rumsfeld y Wolfowitz eran las cabezas visibles de un proyecto neofascista de reordenación mundial concebido por esos altos funcionarios.
Según el intelectual alemán Heinz Dieterich Steffan, en un reporte justo antes de las elecciones presidenciales del 2000; es decir, unos 10 meses antes de los atentados en Nueva York y Washington, la camarilla confesó una premonición tan ominosa como reveladora. Los cambios que ella demandaba imponer en el Medio Oriente, «se darían lentamente, vaticinaron, salvo que se produjera un evento catastrófico y catalizador, como un nuevo Pearl Harbor».
Apunta Dieterich que el presidente Clinton se negó a implementar esa agenda, pero tras el acceso fraudulento al poder de George W. Bush y compañía, la situación cambió, y ya en la primera sesión del Consejo Nacional de Seguridad, que fue dedicada al tema de Iraq, se trataron aspectos como el manejo de la postguerra, eventuales tribunales militares y el futuro del petróleo iraquí. El tema principal de la reunión fue como encontrar un camino para acabar con Saddam Hussein.
En el momento en que ocurren los catastróficos eventos del 11 de septiembre de 2001, ya W. Bush llevaba más de siete meses en la Casa Blanca sin poder contar un solo logro sustantivo de su administración y con progresiva pérdida de popularidad, elemento agravado por la forma controversial en que llegó a la presidencia con menos votos que su rival, Albert Gore, en medio de una larga querella dirimida finalmente por mayoría de jueces en la Corte Suprema (*).
UN DESASTRE ANUNCIADO
Desde principios de los años 90 del pasado siglo, la red terrorista Al Qaeda
había declarado la guerra a los Estados Unidos por su política injerencista en el Medio Oriente y su apoyo incondicional a Israel contra el pueblo palestino.
Frutos de esa hostilidad fueron los letales atentados con bombas contra las
embajadas estadounidenses en Kenia y Uganda, y el hundimiento del destructor U.S.S. Cole en aguas yemenitas, respondidos por Washington con ataques de misiles contra supuestas bases de Al Qaeda en Sudán y Afganistán.
La amenaza de Al Qaeda de propinar un golpe contundente contra el Imperio en su propio suelo, fue confirmada al gobierno estadounidense y sus agencias de inteligencia, con varios meses de antelación, por sus homólogas de Inglaterra, Israel, Rusia y Alemania.
Por aquellos días y procedentes del Medio Oriente y de Alemania arribaron a EE.UU. militantes de la organización de Osama Bin Laden, quienes de forma sospechosa ingresaron en escuelas de aviación civil de Nueva York y la Florida.
Debió preocupar a los especialistas de la CIA y el FBI que esos alumnos de
pilotaje de origen árabe sólo se interesaran por estudiar y practicar el despegue y el vuelo de las aeronaves, no el aterrizaje.
Los mecanismos de seguridad de EE.UU. actuaron con sorprendente
negligencia en cuanto a evaluar la información disponible, en forma de cables, radiogramas y mensajes de alerta en varios idiomas, llegados de distintas partes del mundo.
Todos estos elementos, reunidos y analizados después, dieron pábulo a la
teoría de que, si bien los principales dirigentes de Estados Unidos no urdieron ellos mismos una autoagresión para justificar sus planes de guerra en una cruzada por la dominación planetaria, al menos se dejaron golpear de forma intencional para contar con ese magnífico pretexto, como muchos estudiosos aseguran que ocurrió en Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, catástrofe que permitió a ese país entrar en la II Guerra Mundial (**).
Sea como fuere, a raíz del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos se
desató una frenética campaña de odio y patrioterismo desatada por los medios y espoleada por los máximos dirigentes de esa nación, en preparación del terreno para lo que estaba por pasar. Los peores augurios se confirmaron nueve días más tarde cuando el 20 de septiembre, el Presidente dijo ante el Congreso: “El país no debe esperar una sola batalla, sino una campaña prolongada, una campaña sin paralelo en nuestra historia…”. “Cualquier nación, en cualquier lugar, tiene que tomar ahora una decisión: o están con nosotros o están con el terrorismo”.
Semanas más tarde, Estados Unidos iniciaba los bombardeos y subsiguiente
invasión de Afganistán, apoyado por sus secuaces de la OTAN, con el propósito declarado de eliminar a la organización terrorista Al Qaeda — sindicada de ser responsable de los sucesos del 11 de septiembre—, y sacar del poder en ese país al régimen fundamentalista islámico de los talibanes, que les daba refugio.
BIDEN, TRUMP Y LAS TORRES GEMELAS
Aunque a primera vista ni Joe Biden ni su antecesor Donald Trump tienen
nada que ver con los espectaculares sucesos del 11 de septiembre, es un hecho que las consecuencias futuras de aquel hecho, y sobre todo la decisión de invadir a Afganistán y mantenerlo ocupado, los alcanzarían de diversa manera dos décadas después, originando una nueva y fuerte disputa entre ellos.
Porque ocurre que al cabo de 20 años los talibanes, pronto expulsados de
Kabul y perseguidos por todos los vericuetos de ese extenso país, han regresado a la capital afgana prácticamente sin disparar un tiro, con dos semanas de antelación a la fecha prevista del 31 de agosto para la retirada de las fuerzas militares estadounidenses, en medio del pánico de los colaboradores nativos de los ocupantes extranjeros y el estupor de los aliados otanistas.
Tal debacle, catalogada por Donald Trump con acierto: “una de las mayores
derrotas en la historia de EE.UU.”, le sirvió como sustento para exigir la dimisión de Joe Biden, a quien hace responsable por la catástrofe, al decidir retirar las tropas norteamericanas en contra del criterio de sus socios europeos, en el supuesto de que el ejército nacional creado por los norteamericanos en las pasadas dos décadas, sería capaz de mantener la situación bajo control.
Pero lo cierto es que, una vez más, Biden cayó en su propia trampa al imitar y continuar la política internacional de su predecesor, Trump, quien, sin medir las consecuencias de sus actos, firmó el 29 de febrero de 2020 en Doha, la capital qatarí, el Acuerdo de retirada de las tropas estadounidenses del país centroasiático, a cambio del compromiso —sin garantías— de los talibanes de no emprender ni permitir desde su territorio actos en perjuicio de intereses estadounidenses o contra sus ciudadanos en ninguna parte del mundo.
Biden hizo suyo tan lesivo acuerdo —como ha ocurrido hasta la fecha con la
decisión de mantenerse fuera del tratado 5 más 1 con la República Islámica de Irán, que Trump torpedeó—, y ahora recoge la cosecha, pues con justicia más de medio mundo le atribuye la derrota catastrófica en Afganistán, que daña fuertemente la credibilidad de un imperio en declive, el cual se cree todopoderoso, cuando la realidad muestra cada vez más sus crecientes falencias.
(*) Las evidencias apuntan a un fraude cometido con la participación de la comunidad cubanoamericana en la Florida y el entonces gobernador Jeb Bush, hermano de W. Bush. La Corte Suprema, dominada por jueces republicanos, decidió finalmente por mayoría.
(**) EE.UU. desestimó varios avisos previos y alertas sobre las intenciones japonesas. El ataque nipón justificó una guerra que el pueblo norteamericano no quería.
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