Recuerdo sus ojos limpios y el cariño flotando en sus palabras cuando, desde la calle y junto a otras dos muchachas de quinto año de la carrera de Medicina, inquiría cómo había amanecido esa mañana. De casa en casa, recogía las incidencias de un panorama epidemiológico que apenas comenzaba a deteriorarse. Nadie imaginaba que la situación se prolongaría hasta hoy; pero, aun así, unas veces desde el balcón y otras desde la acera, me apresuraba a dejar constancia, en fotografías, de la proeza de aquellas jóvenes. Corría abril del 2020.
Luego la falta de transporte les impidió seguir acudiendo al Consultorio del Médico de la Familia (CMF) No. 32 del área Sur en la cabecera provincial y las ubicaron en zonas cercanas a sus lugares de residencia; en su caso, en el reparto Kilo-12.
“Al fin llegó el día esperado, luego de seis duros años; gracias a ustedes por siempre estar, los amo”, publicaba en su perfil de Facebook Carmen Ivet Santana Coello el pasado primero de septiembre y acompañaba el post con una foto junto a sus padres, en la cual exhibía el título de doctora.
Sin embargo, aunque la graduación se consumaba ese día, ya el historial de la muchacha en las lides médicas mostraba algunas páginas. No comenzaron a escribirse, siquiera, el 21 de julio del presente año, cuando realizó su primera guardia en Zona Roja, luego de una capacitación breve que siguió al examen estatal del 9 de ese mes. Y es que, durante aquellos recorridos barriales, cuando muy poco se conocía en Cuba acerca del SARS-CoV-2, ella se enroló en el proceder que más aportaría en la detección de casos de la nueva enfermedad a nivel comunitario en suelo espirituano.
“Fue una labor muy útil para identificar a las personas de riesgo y actualizar, de paso, las fichas familiares. Aquellas a quienes usted fotografió éramos Claudia María Lorenzo, Dailenys Díaz y yo. En esa labor estuvimos hasta concluir el quinto año”, reseña ahora, vía WhatsApp.
Duro resultó el cambio de escenario en relación con las tradicionales consultas, clases y conferencias en las que se apoyaba la carrera, pero ella les sacó partido y aprendió todo lo posible. El año terminal, a su juicio el más difícil, transcurrió en rotaciones por las especialidades y guardias de 24 horas, con trabajo a la par de los médicos acompañantes.
Vencidos los estudios, sentía que merecía y necesitaba unas vacaciones, pero no dudó en acceder a la misión encomendada: trabajar en centros de aislamiento para pacientes sospechosos de padecer la covid o positivos a la enfermedad, así como en consultorios médicos, justo cuando se ultimaban detalles para el proceso de vacunación en el municipio cabecera.
En la propia institución donde se formó, la Universidad de Ciencias Médicas, Carmen Ivet trabajó 24 horas continuas y descansó 48, hasta finales de septiembre pasado. Allí vivió momentos tristes y también felices. Los primeros sucedían cuando algún paciente agravaba de momento y desplegaba cuanta maniobra tenía a su alcance para salvarle la vida. También, cuando veía llegar a niños pequeños o ancianos que apenas podían desplazarse solos; entonces pensaba: “Dios mío, ¿cómo se contagiaron si no salen de casa, si no pueden ni caminar?”.
La felicidad, en cambio, la embargaba al recibir los resultados de PCR negativos, y ver a los pacientes gritar de alegría cuando ella les comunicaba la buena nueva; si había infantes de por medio, el regocijo era incluso mayor.
¿Sabías que ustedes ahora mismo hacen historia?, indagaba Escambray en el momento de la entrevista.
“Ya lo hemos hablado aquí entre nosotros”.
¿No has sentido miedo ahí?
“Siempre sentimos miedo, estamos rodeados de personas positivas a la covid; pero, a pesar de todo, creo que es el lugar donde más seguros vamos a estar. Aquí sabemos que el peligro está cerca y tomamos todas las precauciones. En la calle uno se cuida, como es lógico, pero allá afuera no sabes quién pueda tener el virus o no, y el cuidado no es el mismo que aquí dentro”.
El diálogo, que ocurrió una tarde de finales de agosto, se interrumpió debido a su trabajo allí, en Zona Roja. Y el segundo día de septiembre, cuando por medio del chat le recordé que estaban pendientes sus fotografías, me dijo, emocionada: “¡Nos graduamos!”
La de Carmen Ivet, quien tiene tan solo 24 años, es una más entre tantas historias hermosas de tiempos de pandemia. Los que vivimos en mi barrio, y también los que viven en el suyo, tenemos la suerte de haberla conocido. Cuando todo esto pase, cuando se haga el recuento de los sobrevivientes, alguien dirá, sin dudas: “Esa doctora que ves ahí era la muchacha de las pesquisas”.
Hermosa historia de tiempos difíciles.