No fue la ingenuidad de sus 14 años lo que llevó a María Josefa Paulete Pérez por los caminos del magisterio. Tampoco fue un capricho de adolescente, sino una pretensión que le cosquilleaba desde mucho antes. Sus padres y sus muñecas fueron sus primeros alumnos hasta que, un buen día de 1961—con el inicio de la Campaña de Alfabetización—, quedaron relegados por otros a los cuales el exceso de trabajo los había hecho envejecer antes de tiempo.
Aquellos deseos febriles de educar quiso trasladarlos hasta las montañas. Sin embargo, ante el modo exigente y severo de su progenitor, prejuiciado por las costumbres de la época, no pudo sobrepasar las fronteras de Sancti Spíritus para enseñar a quienes atravesaban por una etapa de la vida donde no alcanza el tiempo para aprender.
Pero, como “por llanos y montañas el brigadista” iba, porque no solo en las zonas rurales los gobiernos de turno habían hecho crecer la ignorancia, esta mujer alfabetizó en el Consejo Popular de Agramonte, en el otrora barrio Las Casitas, un lugar en el que recibió con los brazos abiertos a cinco espirituanos mayores de 60 años, a quienes recuerda todavía con las manos callosas, aprendiendo a agarrar un lápiz o a domesticar un cuaderno.
“Cuando todos los que estábamos estudiando, unido al pueblo en general, recibimos el llamado de sumarnos a la Campaña de Alfabetización, no lo pensé dos veces. Enseguida les planteé a mis padres la aspiración de incorporarme a las brigadas Conrado Benítez y mi papá, aunque estuvo de acuerdo, me dijo que solo alfabetizaría si no tenía que ausentarme de la casa. Por eso no fui a los campos y me quedé en la ciudad”, cuenta 60 años después.
Con el libro en alto descubrió a seres humanos iletrados que no sabían qué había más allá de su barrio. Le tocaba entonces a María Josefa expandir los saberes elementales y, de esa forma, ensanchar su horizonte.
“Desde que supe cuáles eran mis alumnos todos los días salía a su encuentro. Mi papá me acompañaba y esperaba a que terminara las clases. Primero iba a una casa y después a otra. Así, poco a poco, les enseñé las vocales, los números… hasta que aprendieron a leer y a escribir.
“Había que tener paciencia con ellos porque muchos no sabían ni coger un lápiz, imagínate, personas acostumbradas a trabajar en el campo, en la casa…, nunca antes habían visto a un maestro delante de ellos. Sin embargo, logramos alfabetizarlos. Sentíamos que estábamos cumpliendo un llamado de la Revolución, y sentíamos la necesidad de dar aquel paso”, rememora la fémina de 74 años de edad.
Y es que en diciembre de 1961 Cuba se convirtió, de una punta a la otra, en una infinita escuela. Los hogares y los sitios habilitados en cada comunidad para impulsar la enseñanza devinieron templos de una obra de amor y buenas razones. Bien lo sabe esta nonagenaria que, sin otra vanidad que sentirse útil, encontró diversos métodos para enseñar.
“Para llevar adelante el aprendizaje nos entregaron el manual Alfabeticemos, donde venían las instrucciones para el manejo de la cartilla Venceremos, la que tenían que llevar los alfabetizados. No obstante, para tratar que el mensaje llegara mejor a los alumnos hice carteles para enseñarles las vocales, les ayudé a hacer los trazos con mis propias manos. Sentí una gran satisfacción al verlos avanzar y mi orgullo fue más grande cuando me dijeron maestra, cuando era solo una niña”, asegura la alfabetizadora.
María Josefa recuerda aquellas horas sagradas de clases. “Tenía mi espacio, nadie nos molestaba, y hasta en mi casa recibí a una de las cinco personas que me tocó enseñar. Alfabetizar fue un privilegio porque reforzó mi vocación por el magisterio. Aun cuando no pude ir a las montañas, considero que fui útil desde el llano. Desde aquí también ayudé a eliminar el analfabetismo”, detalla la educadora mientras dibuja una sonrisa en el rostro.
Sin embargo, el sueño de Paulete —como todos la conocen— de convertirse en maestra no terminó con la alfabetización. Al concluir el preuniversitario matriculó en un curso para la formación de maestros y se hizo educadora. Una vez aliada a la tiza y al pizarrón, transitó por varios planteles de la Enseñanza Primaria en Sancti Spíritus.
Las escuelas Eliseo Reyes, Julio Antonio Mella, Carlos Loyarte y Máximo Gómez, de la cabecera provincial, han sido testigos de la profesionalidad de María Josefa; huellas que no se han opacado ni siquiera cuando la jubilación la apartó de las aulas.
“Tuve que separarme del magisterio por cuestiones de salud. Por eso trabajé como secretaria de Riego y Drenaje en la Delegación Provincial de la Agricultura, espacio desde el cual también enseñé. Más tarde hallé este puesto de trabajo que desempeño desde hace ocho años: recepcionista en la Subdirección Económica de la Dirección Provincial de Educación, un lugar en el cual me siento ligada a la pedagogía”, subraya Paulete Pérez.
Y desde aquí, en medio del anonimato que vive detrás de un teléfono, sigue cada paso del sector educacional en Sancti Spíritus. Detrás de esa silla, con el oído atento y siempre sonriente, experimenta el ajetreo de quienes se dedican en cuerpo y alma a educar, un oficio que la eligió desde sus días de alfabetizadora.
Encontrar esta historia de Mary Paulete a quien llamamos cariñosamente de esa forma es un privilegio. No puedo encontrar las palabras para definir su grandeza. Es una persona excepcional. Revolucionaria. Integra. Trabajadora y muy especial. Haberla conocido y tener la posibilidad de ser uno de sus amigos es una de las cosas especiales que la vida nos depara. Gracias al periódico por tener en cuenta a esta compañera y a ella felicidades y toda la salud del mundo.