“Lloré mucho por el temor de estar enferma, por el dolor de dejar a mi hija, por el sufrimiento de ver a mi mamá en aquella pena”, cuenta, ahora que la voz entrecortada se lo permite, Marta Guerra González, tras haber vencido varias pruebas de vida en estos meses.
“Fueron momentos desesperantes que nunca imaginé para mí o para mi familia, ni deseo que nadie pase por eso. Todo cuidado es poco porque la COVID-19 no tiene rostro”.
Su memoria se posa en el mes de octubre del 2020. En su apartamento, ubicado en el Consejo Popular de Colón, de la ciudad del Yayabo, todo transcurre como de costumbre. Cada quien tiene su propia rutina, sin olvidar que afuera existe una pandemia.
“Vivíamos aquí pocas personas: mi esposo, que labora en Cabaiguán, mi hija de 25 años, mi mamá y yo, que me dedicaba a cuidarla. Había dejado de trabajar porque ya necesitaba de atención constante y no quise dejarla con una cuidadora. No sabemos aún cómo eso entró aquí”.
Su experiencia como enfermera desde 1987 —tanto en la sala de terapia intensiva del Hospital Pediátrico Provincial como en la Clínica del Diabético— aseguraba un cuidado especial a la anciana, a quien le costaba ya andar y comer sola a sus 86 años, entre otros achaques.
“En muy escasas ocasiones y por muy poco tiempo la dejé con alguien para salir a una gestión específica”, recuerda Marta y hace una pausa. Un sorbo de café capuchino disimula la respiración que galopa. Necesita unos segundos con la mirada perdida fuera del balcón enrejado. Luego retoma una parte de su historia que se niega a despedirse.
“El primero en padecer el virus fue mi esposo. Presentó una clínica completamente modificada, y todo indicaba que podía ser un dengue: tuvo decaimiento, dolor retroocular y hasta rash. A los cuatro días comencé casi con los mismos síntomas, pero con más fiebre, pero no tuve tiempo de pensar en mis malestares por mi responsabilidad para con mi mamá. Luego, inició ella con fiebre”.
Entonces aumentaron las zozobras para la familia. Auscultación, placa, análisis de sangre, valoraciones médicas, PCR… “Estábamos acostumbrados a que una vez al año tuviera neumonía, algo propio de su grupo etario. Hasta ese momento nadie había pensado en otro diagnóstico”.
Marta Guerra conoce cada detalle de su núcleo familiar. Con una mirada rápida detecta necesidades, tristezas, anhelos… Todos gravitan a su alrededor.
“Era lunes. No me preguntes qué día exactamente de octubre porque deberé hacer una lista con las fechas que he olvidado. Pasadas las ocho de la mañana estaba el resultado del PCR: positivo para mi mamá, mi esposo y yo. Mi hija, negativo. Aún no sabemos cómo, porque estuvo aquí siempre, y como mi madre presentaba un principio de demencia senil no quería ponerse la mascarilla del aerosol y ella se la colocaba y le decía: ‘Abuela, mira qué rico es’. La teníamos como una niña consentida.
“Ese instante con la ambulancia esperándonos fue uno de los momentos más difíciles. Mi hija gritaba y yo tenía que dejarla. A ella la trasladaron para un centro de aislamiento. Una mitad mía se fue y la otra se quedó”.
Mas, Marta sabía que derrumbarse no era opción. De inmediato, una cinta amarilla acordonó su edificio, y en el Hospital Militar Comandante Manuel Fajardo Rivero, de Santa Clara, intentó sosegar sus ojos, cargados de incertidumbres.
“No razoné a esa hora que ya nosotros habíamos padecido el pico de la enfermedad y que la última era mi mamá, incluso, en el camino llegué a pensar que tenía falta de aire. Todo estuvo en mi cabeza”.
Vuelve a detenerse. Mueve de lugar la taza de café, ya vacía. Inhala profundamente. Se han sobrecargado sus palabras.
“Cuando llegamos a Santa Clara sentí que entrábamos al paraíso. Esto sí tenía muchas ganas de decirlo: era una limpieza mayor a la de mi casa. Había organización en el trabajo, distanciamiento, silencio, protección, seis comidas diarias balanceadas y con plato fuerte”.
Caen sobre las camas vestidas con sábanas blancas. Las venas se abren a nuevos procederes. Placas, tratamientos con Kaletra, Interferón, anticuerpos monoclonales… Vómitos, malestar general, fiebre, fuertes estremecimientos…
Pasada las primeras 24 horas se percata del cambio de su madre. Corre el equipo, forrado de verde hasta los dientes. Es inminente: necesita cuidados intensivos.
“A la semana, mi esposo y yo negativizamos según el PCR. Me explicaron que debíamos regresar a Sancti Spíritus, pero ella se quedaba, muy malita. Era el peor momento, porque había hecho un hematoma retroperitoneal. Sangraba y no se sabía de dónde. Estaba apoyada en drogas, entubada, con muchos edemas…”.
El teléfono era la única vía posible para saber. Voces sin rostros explicaban. No serán suficientes los agradecimientos a todo el personal de aquel centro. Apenas recuerda algunos nombres: Dailene, Carlos, Castellanos, Iliety… “Fueron ángeles en la vida de mi mamá”.
Cuando menos lo imaginó, la noticia cortó una de las tantas comunicaciones al día: “Negativizó tres PCR y decidieron trasladarla al Hospital Arnaldo Milián, de Santa Clara. Pensé que estaba fuera de peligro, pero al salir tenía en el pulmón una Klebsiella, una bacteria multirresistente. Es una de las tantas complicaciones que pueden aparecer al permanecer tantos días intubada.
“Me decían siempre que luchaba por su vida. Pero no pudo vencer. El 9 de noviembre, un día muy lluvioso, falleció, a pesar de haber vencido a la COVID-19”.
Marta cierra los ojos y siente aún la fuerza del vendaval que removió sus más firmes cimientos. Miedos, culpas, perdón, redención: “No sé cómo resistí… Viví todo eso en casa, en espera del alta epidemiológica, sin poder salir. Mi hija había ido con ella al ser trasladada de hospital y la familia de mi nuera, mi otra familia, estaba aislada porque la suegra de mi hijo, quien no vive en Cuba, también había dado positivo, y yo estaba consciente de lo que podía padecer”.
Hoy esta espirituana puede hablar. Aunque cuesta mucho superar ciertos dolores, ella renace con cada palabra: “Fue muy difícil, porque no pude estar con ella cuando más me necesitó y me buscó.
“Me sigo preguntando cómo entró eso aquí, porque si no lo hubiera cogido y no se hubiera complicado mi mamá estuviera a mi lado”.
Un hilo de flaqueza la interrumpe. Con sutileza borra el rastro de tristeza que corre detrás de los espejuelos hasta el borde del nasobuco.
“Cuando hablamos de la enfermedad no conocemos cuántas cosas provoca. No solo el daño funcional que deja a los pacientes, sino desde el punto de vista psicológico. Tengo huellas y no solo por haber perdido a mi madre. Tengo heridas en mi corazón, momentos por los que no quiero volver a pasar”.
No ha sido fácil para nadie. Pero Marta Guerra González agradece el “contagio” de recuerdos y energía familiar. Se apuntala con ellos para seguir siendo una sobreviviente. “Ojalá y ganemos en percepción de riesgo y cultura de autocuidado, porque la COVID-19 está cambiando, y para mal: los números de enfermos y secuelas lo confirman. La vida está difícil, pero tenemos que aprender que son tiempos de salir lo necesario y mantener el distanciamiento. Solo así mejoraremos”, dice, mientras sus ojos vuelven a salir fuera de la reja del balcón en busca de la vida.
si usaran este tipo de historias para transmitir tranquilidad en vez de meter miedo…ya se habría acabado la «plandemia». es un virus…te cae, te sientes mal, te recuperas y listo. nadie se «infecta» de gripe cada año. todos los años la gente tiene mocos y no se le hace ni el dos de caso. con esto hay que hacer lo mismo. los muertos no los pone el virus (como todos los días lo dice Durán) si no la obesidad, la diabetes, el azúcar alta, etc….esa es la gente que esta muriendo y ese es el problema que hay que atajar….no centrarse en los químicos que se pueden vender, sino en eliminar las causas fomentando unos estándares de vida más saludable…hecho eso, pueden llegar 1000 virus corona, carrozas o como le quieran llamar…no pasará nada.