Aún ardía despiadadamente aquel Boeing 737-200 y las llamas enrarecían más que el aire hasta los pechos cuando Miguel Díaz-Canel Bermúdez llegó a ese paraje cercano al Aeropuerto Internacional José Martí, donde se había estrellado sin remedio el avión que viajaba de La Habana a Holguín.
Era el 18 de mayo de 2018, casi un mes después de haber asumido la presidencia de Cuba; pero Díaz-Canel llegaba no solo como el mandatario que es, sino con la preocupación por todo y por todos, con la mano sobre el hombro, con el abrazo que arropa en medio de tanta tristeza sin consuelo, con el “siéntanse acompañados” —salido desde el alma— como les dijo a los familiares de las víctimas en aquel local del hotel Tulipán, donde se alojaban.
Y es el modo de poner por encima al ser humano, de asumir los problemas de otros como los suyos propios, de vestir al gobierno con la piel de su gente. Y es el mismo actuar consecuente de la Revolución que ha heredado y que ha seguido construyendo cotidianamente.
Podría entonces viajar luego a Pinar del Río cuando el ciclón Michael inundó aquella provincia o pararse después a orillas del puente partido en dos, en Zaza del Medio, a causa de las intensas lluvias provocadas por la tormenta subtropical Alberto o recorrer meses después las zonas que había arrasado un inusitado tornado en La Habana.
Díaz-Canel ha caminado Cuba de una punta a la otra, sin descanso. Ha sido un ir y venir para auscultar palmo a palmo cada territorio, para enderezar torceduras en el camino, para ir edificando juntos el país. No hay imposturas, es el ritmo de una agenda gubernamental que parece tener más de 24 horas, que no hace borrón y cuenta nueva con los problemas, que no se cierra un segundo.
Lo había dicho desde el propio 19 de abril de 2018 cuando asumía las riendas de esta nación y dejaba claro que correspondería al compromiso asumido con el pueblo “actuando, creando y trabajando sin descanso, por responder a sus demandas y necesidades, en vínculo permanente y estrecho con nuestra gente humilde, generosa y noble”.
Ha sido esa, quizás, la piedra angular de un gobierno que ha dinamizado también importantes procesos como la informatización de la sociedad, la creación de los gobiernos electrónicos, que modificó su Constitución desde la voz ciudadana y la aprobó con el consenso de la mayoría, que ha colocado a la ciencia en el centro mismo de la nación, que asume una de las transformaciones económicas más relevantes como lo es la Tarea Ordenamiento.
Es un gobierno insomne, podría decirse. Porque en el último año, desde que la COVID-19 despabilara a Cuba toda, no ha vuelto a pegar un ojo jamás. Y son las reuniones casi diarias para examinar número a número el curso de esta pandemia; los intercambios con los científicos, lo mismo para conocer desde los pronósticos hasta el avance de los candidatos vacunales cubanos; los análisis provincia a provincia para ayudar a revertir la tensa situación epidemiológica…
Tanto que, en diciembre pasado, ante la Asamblea Nacional reflexionaba: “Quiero decir hoy aquí que cada hora de estos meses de enfrentamiento a la COVID-19 fue de crecimiento y aprendizaje. Hubo jornadas tensas, agotadoras, pero jamás nos acompañó el desánimo, gracias especialmente al pueblo”.
Y ha tenido que crecerse, además, ante la crudeza de un bloqueo que se ha ido ensañando de más y ante una guerra mediática sin tregua a la sombra de un golpe blando, que en realidad poco tiene de blandura, para intentar derrocar la Revolución.
Díaz-Canel ha estado a la justa estatura de un país. Ha sido el jefe de Estado con las ojeras negruzcas que lo delatan todos los días por encima del nasobuco y, a la vez, el joven que se enrola en una tángana en el Parque Trillo, el académico empedernido que en el más callado de los rigores acaba de discutir su Doctorado en Ciencias o el guajiro campechano que en la finca La Gloriosa, del productor espirituano Yoandy Rodríguez, lo mismo conversa de Internet que de agricultura.
La asunción hoy como primer secretario del Partido Comunista de Cuba viene a cerrar también un ciclo: es la más real alegoría a la conjunción de los pinos viejos y los nuevos. Y no solo resulta la herencia de quienes lo antecedieron, sino que deviene el compromiso futuro de continuar por el mismo camino ya desandado. Es ese, acaso, el legado de la continuidad.
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