Los que logren sobrevivir, los que un día, dentro de muchos años, lean o escuchen la historia, deberán saber: ¿Cómo fue la vida en el Sancti Spíritus y en la Cuba de estos años? ¿De qué forma lidiamos con un enemigo mortal e invisible que se movía minúsculo por el aire? ¿Quién atendió a los enfermos? ¿Por qué la gente no se volvió enemiga de sí misma?
Los pasajes de la pandemia durante este más de año y medio con casos de covid en Cuba muestran una epopeya al estilo de la Ilíada. Hubo hombres y mujeres, se dirá, en una batalla cuyo escenario podía ser cualquiera, pero, por armas, tan solo mente y corazón; y en lugar de escudos, mascarillas.
No ha habido por acá hogares de ancianos con muertes masivas, ni viviendas donde los cadáveres aparecen al cabo de los días, por el olor; ni muertos tirados en las calles. Hay un frente de guerra con muchos bastiones: el barrio, el consultorio médico de la comunidad, el hospital, el policlínico, la escuela más cercana, el centro laboral convertido en vacunatorio…
Han sucedido hechos lamentables, sin precedentes por acá: enfermos en los domicilios cuando los hospitales y centros de aislamiento no bastaron; medicamentos en déficit o demorados; contagiados sin diagnóstico ni tratamiento; personal sanitario que, en su desesperación, ya no sabe qué más hacer; exhumaciones y entierros a cualquier hora, porque los muertos hay que sepultarlos durante la jornada.
En mayor medida se ven actos grandiosos: gente, mayormente del sector sanitario, pero también de otros estratos de la sociedad, entregando corazón y vida para que los enfermos, o sospechosos de estarlo, tengan lo que pueda garantizarles bienestar. Parte de ellos ya no están, porque murieron en el empeño o después de salir victoriosos —a veces durante sus servicios en otros pueblos—, tras contagios por la pandemia.
Hubo maestros, profesores, entrenadores deportivos, trabajadores bancarios, de la comunicación o la cultura, u otros, habilitando los colegios, que se quedaron huérfanos de niños, adolescentes y jóvenes durante meses y más meses, y dieron cabida a enfermos por el SARS-CoV-2, o a ciudadanos sanos que acuden a vacunarse.
Y hay manos —¡muchísimas!— que administran las vacunas producidas en un lapso impensado, porque la ciencia y los científicos se entregaron y se entregan, sin reservas, al encargo de salvar a quienes habitan el país y más allá. Y en cuestión de pocos meses se ha avanzado mucho en la inmunización de la población.
Los que ahora no comprenden o vendrán después sabrán que han sido tiempos dolorosos, de enormes privaciones, pero también de tácticas para distribuir lo que tenemos, en medio de una economía desangrada, con la intención de preservarnos. También de solidaridad, cuando pueblos amigos han hecho llegar a los cubanos envíos de comida, medios de protección para la lucha contra la enfermedad y medicinas que escasean más que todo y existen oportunistas que las venden a altos precios.
Pero, sin duda, la esperanza aflorará, a modo de retrospectiva, en fotografías y videos. Deberá haber quien cuente cómo los niños salvaron su alegría, enseñaron a los adultos y jugaron, de un patio a otro, de una terraza a otra, con los niños vecinos. Y crecieron en casa, antes y después de aquellos tres pinchazos salvadores, en que querían jugar, pero tenían que contentarse con una probadita de la amistad que los unía.
Con el dolor de los muertos y el consuelo (o el desconsuelo) de los vivos, vendrá un después. Alguien relatará que hubo años de pandemia, con parte de la vida detenida en ellos, con moralejas de espanto, o de encanto. Con gente que, a pesar de todo y aun sin conocerse, se ayudó, proveyó de lo que tenía para que otros sanaran, empleando las tecnologías de la comunicación.
Justo será decir que hubo un coronavirus de terror. Una pandemia sin par en el siglo XXI. Un mundo al revés. Una Cuba y un Sancti Spíritus enfermos, casi agonizantes. Que hubo gente que se echó a cuestas las heridas de todos y salvó el porvenir.
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