Desde la orilla las aguas de la presa reflejan una aparente tranquilidad, atrás quedaron los días de intensas lluvias, las avenidas de los ríos Zaza, Yayabo y Tuinucú que alimentaron con furia la barriga del embalse y los tropiezos del pescador con cada obstáculo anclado en el fondo, los mismos que desafía constantemente para asegurar sus capturas.
En el acuatorio más grande de Cuba el llenado es alto y ahoga cualquier intento de sacar del fondo una buena carga de carpas blancas, manchadas o plateadas, que al final suman toneladas para enviarlas a la industria de la barriada de Colón y convertirlas en productos semielaborados o conformados, con destino a la red de casillas especializadas de la provincia.
Sobre la chernera Tuinucú, que identifica a una de las brigadas más productivas de la Zaza, Antonio Cabello Monzón ha pasado 23 años de su vida. No importan los días fríos o las noches de lluvia, tampoco el viento que viene y va, provocando olas secas que ponen en riesgo al pescador.
En este oficio lo más importante es el dominio de la actividad. Por ello se comporta cual si fuera un viejo lobo de mar; se conoce de memoria cada zona donde se esconden los peces y el instante en que se aproxima una corrida. “Ese es el momento de lanzar el chinchorro”.
En medio de la Zaza la operación continúa, los integrantes de la brigada Tuinucú se aferran a la red para sacarla del agua. “Traigan botes que hoy la captura es gorda”, dice, mientras inicia la recogida del chinchorro. Sobre el agua aletean las carpas en su intento de escapar, pero Tony y sus compañeros halan con la fuerza de un gigante y poco a poco depositan los pejes, de varios tamaños, en la barriga de cada embarcación, sin embargo, aún no culmina la jornada, todavía restan horas de capturas y es preciso seguir explorando otras zonas.
“La tarea es dura, nadie imagina cuánto —confiesa el pescador— uno no puede descuidar ningún detalle, si echas más pescados que la capacidad del bote este se puede hundir y si a ello se une el viento que prevalece en medio de la presa, entonces la captura se hace más compleja. A veces realizamos un tiro y la red se sale del lugar, o se traba en algún tronco seco que permanece debajo del agua y ahí se complica más la operación”.
El ruido del motor de la chernera indica que hay que cambiar de escenario. “Vamos hacia el cauce del río Yayabo —dice el pescador—, ahí siempre hay muchos pejes”; mientras se deslizan suavemente, ya pasan las siete de la noche y las horas en medio del embalse parecen interminables, el cuerpo de Tony permanece mojado: su ropa, sus botas y hasta el abrigo raído que lleva sobre los hombros, pesan demasiado. Un trago de café vendría bien ahora. De pronto, mira la espuma blanca que viaja sobre el agua, apaga el motor y los demás hombres se abren en los botes como un abanico; una vez más lanzan la red y esperan a que las carpas entren a la bocana.
“La presa permanece con operaciones las 24 horas, unos pescadores entran a las doce del día, otros, a las seis de la tarde y el resto, a las cuatro de la madrugada, de esa forma se abastece la industria y el proceso, que fluye en cadena desde el embalse a la planta de beneficio, pero el esfuerzo es grande y al igual que Tony, los demás ponen todo su empeño para sacar provecho durante su jornada. Al cierre del mes, si las condiciones del tiempo y de la presa fueron buenas, de manera individual cada uno puede promediar entre 2 y 3 toneladas de pescado”, confiesa Cabello Monzón.
Sentado en el extremo trasero de la chernera está Tony, desde allí observa el mar de agua dulce que se presenta ante sus ojos, es hora de concluir la faena y mientras se alistan para el regreso, piensa en cómo será la próxima pesquería. Algunas historias vividas en las más de dos décadas que lleva en estos menesteres vienen a su mente.
“Una vez estábamos haciendo un tiro de chinchorro en medio del plato de la Zaza cuando de pronto comenzó una turbonada, a esa hora ya teníamos lleno tres botes de pescado, con unas 8 o 9 toneladas, pero en cuestión de segundos el viento los hundió y el pescado se fue a bolina, el viento era tan fuerte que nos arrastró en la embarcación, por suerte chocamos con una mata y allí permanecimos atrapados hasta que aquel remolino de tempestad pasó”.
Así de complejo es el oficio de un pescador, así de difícil es la labor que realiza sin que la población conozca el sacrificio que hay detrás del alimento adquirido en cualquier pescadería espirituana. A Tony ya nada le asusta, ni las historias de paiches gigantes en medio de la presa, ni los truenos y relámpagos que lo sorprenden en tiempos de lluvia, ni el frío que en la madrugada le cala hasta los huesos. Su único propósito es ser útil, seguir cada día por la ruta de los peces y regresar a casa, sano y salvo, para compartir con su esposa Yudith el sorbo de café caliente y de vez en cuando, un traguito de ron.
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