No existe un rincón de la casona de 100 puertas que ella desconozca. Sabe de memoria cada pieza y su origen. Ha legado su amor y recelo hasta por las esquinas de la vivienda con el río Yayabo a sus espaldas. Ha sufrido por inevitables pérdidas y la indolencia de quienes olvidan que allí se cobijan nuestras raíces. Martha Cuéllar Santiesteban, desde hace 36 años vive en gran parte para y por el Museo de Arte Colonial.
“Esta es mi casa, sin propiedad, pero también es la de mi familia, amistades, pioneros…”, admite en una conversación que cada respuesta nos devuelve a los grandes salones de piso blanco y negro.
Llegó allí por vez primera arrastrada por el embullo infantil de los círculos de interés. Unos años después, justo en 1985, volvió a detenerse delante de su puerta y, desde entonces, se acomodó vestida de largo con ropa de hilo, fiel a nuestro pasado-presente.
“De niña recuerdo que Juan Andrés Rodríguez, El Monje, durante los recorridos nos hacía historias y a mí me gustaban mucho. Luego estudié Licenciatura en Lengua y Literatura Rusa en el Instituto Superior Pedagógico Félix Varela, de Villa Clara y, por cosas de la vida, mi hermana me cogió de la mano y llegamos aquí, donde Elizabeth Melgarejo, su directora entonces, me aceptó”.
Fueron días de muchos aprendizajes. Delante de sus ojos se erigían universos de las artes decorativas totalmente desconocidos.
“No sabía diferenciar una porcelana, un cristal, un estilo de mueble, un material… Elizabeth me indicó estudiar sin descanso. Cada vez que alcanzaba un conocimiento se lo comentaba y ella me completaba la información y yo frescamente, como joven al fin, le respondía: pero si lo sabías ¿por qué me hiciste leer tanto? Mas ella siempre me inculcó investigar.
“No puedo dejar de decir que las personas que han pasado por este museo me han ayudado tanto a superar las cosas y me han enseñado que esas acciones son realmente los mayores reconocimientos que he recibido”.
Vuelve Martha Cuéllar con su hablar pausado a muchos nombres. Les agradece infinitamente. Sabe que, aunque en los últimos meses ha debido levantarse de los tropiezos lógicos de la vida, la casona del siglo XVIII es su templo.
“No hay nada mejor que ser feliz en el lugar donde trabajas. Recuerdo que un día me dijeron: ‘Eres cantera en la política de cuadros’, y pusieron mi nombre en una planilla. Al poco tiempo, en el año 1997, la directora me anunció: ‘Te tienes que quedar al frente’, y aquí estoy. A esta institución llegué soltera, me casé, tuve mis hijas y hasta nieta.
“Me gusta mucho más ser directora que museóloga. Desde esa función creo que he podido enseñar a otras personas lo que he aprendido, sobre todo a amar al museo, que lo sientan suyo. Lamentablemente, no siempre he tenido la misma respuesta. Algunos se han ido sin ataduras, pero otros sienten nostalgia. Que nos llamen recordándonos nos llena de orgullo y satisfacción porque nos sentimos útiles.
“En tantos años de trabajo he tenido propuestas para laborar en otros sitios, pero siempre he creído que no sería efectiva porque me he especializado en las artes decorativas, un área compleja con particularidades específicas”.
No se cree enciclopedia, aunque resulta imposible evitar preguntarle sobre la jarra enfriadora del siglo XIX, la leyenda que trae hasta la actualidad al piano que ha sobrevivido en silencio, o los abanicos, verdaderas obras de arte. Martha conoce cada detalle. Ha escardado en sus orígenes. Sabe enamorar al contarlos.
“Creo que cuando las personas no muestran interés la culpa es de nosotros que no hemos sido lo suficientemente capaces de atraerlas. Me molesto mucho cuando alguien del colectivo del museo no ve en el visitante la persona más importante de ese momento. Igual me sucede con quienes no se preocupan por conocer, por aprender. Sufro cuando algo se deteriora, sobre todo por la indolencia. Incluso, he llegado a tener problemas con amistades, lo que al salir de aquí hemos sido capaces de rebasar esas desigualdades de criterios.
“Llevo tiempo desvelada por el estado constructivo del Museo. Necesita una reparación. sabemos la situación del país y que hay prioridades, pero el patrimonio es identidad y es la cultura que defendemos, la que me toca defender. Hemos tomado medidas con la colección, pero el deterioro del inmueble es alarmante”.
Y en el medio de esas preocupaciones y otras de índole personal, toca a las puertas de esta espirituana el Reconocimiento Especial Mejor Museóloga, otorgado por el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural, este año solo conferido a tres profesionales del país.
“Se lo agradezco a las personas que me formaron precisamente en este lugar y me motivaron. Sin mi colectivo yo no hubiera logrado nada; el museo es de todos. Aquí cada uno dice mi museo, por eso puedo faltar y sigue la vida como si estuviera presente”.
Martha Cuéllar Santiesteban habla y el brillo en sus ojos, como novia apasionada, encanta. Repasa sus últimos 36 años y no encuentra muchos más sentidos que su familia y la casona que en la colina que termina en la Iglesia Mayor sabe hasta hoy arrancarle sus más fieles suspiros.
“Estoy casi llegando a los 60 años, pero mientras tenga un razonamiento lógico quisiera estar aquí. Es mi lugar preferido. Ojalá pueda ser, si no el día que me vaya lo haré muy feliz por lo que he aprendido rodeada de tanto arte”.
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