¡Abuela, estás sin nasobuco!, exclamó Marcel Eduardo el pasado sábado, al verme subir la escalera luego de una gestión en las cercanías de la casa. Sonaba como si me acabara de ver en la comisión de un pecado.
Y en realidad lo era: andar con el rostro descubierto en áreas públicas significaba un desacato desde hacía tanto tiempo que ya ni nos acordábamos. Mi nieto lo sabía y por eso las últimas veces que lo recogí en el círculo infantil, ante su queja por el excesivo calor y el sudor, cuando nos acercábamos a la casa le bajaba la mascarilla y él, como en un acto prohibido, se colocaba las manitas sobre la boca y la nariz: “Por si viene un policía”, decía, y yo le aseguraba que no, que ningún policía aparecería por allí a esa hora.
El nasobuco, rústico o de fábrica, nos ha salvado de muchas cosas, incluida la muerte. Nos ha hecho sentir seguros. Y también nos ha privado de enormes dosis de oxígeno, a la vez que ha multiplicado, por espacio de dos años, las cantidades de dióxido de carbono que entraban a nuestros pulmones.
Pero hay que hacerle un monumento. A pesar de que casi todos sentimos una alegría inmensa cuando este lunes, en el espacio radiotelevisivo Mesa Redonda, declararon el cese, a partir de hoy, del carácter obligatorio en su uso.
“Yo lo seguiré usando, y cuando vaya por la calle y no tenga a nadie cerca de mí, me lo bajo”, comenta tijera en mano mi peluquera. “Y yo salí sin él, pero te confieso que me siento medio desnuda”, le digo y ambas reímos.
Lo traigo en el bolso, como en aquellos días iniciales en que Cuqui, mi vecina, me cosió el primero, de un verde “quirúrgico”, y Nancy, una de mis hermanas, me confeccionó uno a mano con tres capas de tela, siguiendo las indicaciones de un video de YouTube, y me lo hizo llegar a través de una amiga que viajó a Bayamo.
“Mami, ponte la mascarilla, no es para traerla encima, sino para usarla; mira que ese virus se trasmite hasta por la respiración”, me conminaba mi hija mayor desde España, donde la covid, entre abril y mayo de 2020, ya causaba centenares de muertes.
Hoy es cuestión de conciencia, porque el control de la pandemia en Cuba finalmente se ha alcanzado, gracias a una estrategia de vacunación que pocas naciones han podido implementar, con vacunas propias, y como resultado de un desvelo institucional y gubernamental que a la larga ha surtido efecto.
Caminé las calles en la mañana y hallé a personas mayormente con el rostro cubierto. Otras no traían el nasobuco y había muchas con él, pero colocado en la barbilla.
A partir de este 31 de mayo veremos las sonrisas reales, luego de dos años escrutándolas en los ojos de los demás. Podremos, a la vez, sonreír sin que un tejido medie entre nosotros y el aire.
Cuba es ahora más feliz. Lástima que no todos hayan podido vivir para verlo.
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