Saludó a los manifestantes con cara de cumpleaños. “Estoy aquí por una razón y una sola razón: libertad para Cuba”; he hizo una “L” con el pulgar y el dedo índice para remachar la palabra. Serían las 8 y 30 de la noche del 4 de agosto pasado, cuando Kevin McCarthy, jefe de la bancada republicana en la Cámara de Representantes del Congreso de Estados Unidos, salió a las afueras del restaurante Versailles, en la Calle Ocho, de Miami.
La euforia que se respiraba en el parqueo recordaba la vivida allí luego del deceso de Fidel en el 2016 (a ese punto llegó la indecencia humana) y de la victoria de los Marlins de Florida en la Serie Mundial de 1997. Desde hacía casi un mes, celebraban las protestas acaecidas el 11 de julio en Cuba y, a garganta desgarrada, pedían que los portaviones zarparan de inmediato hacia la isla.
“No se trata de covid, se trata del comunismo”, remarcó, alto y claro, McCarthy, quien minutos antes se había reunido en el propio templo anticubano en la Florida con líderes políticos y una camada de influencers, que desmadra y vive —en términos monetarios— de pregonar diatribas contra la Revolución en las redes sociales.
Y actúa así no por instinto natural o filantropía. La política de subversión de Washington, enfilada a enrarecer el orden social en el país antillano y a mostrar la existencia de un clima de ingobernabilidad, reconoce en las plataformas sociales digitales una herramienta en extremo útil para tales fines.
La Casa Blanca ha encontrado la evidencia en las “revoluciones de colores” —invento de la Agencia Central de Inteligencia, explicitado en letra por Gene Sharp, el gurú del golpe blando—, aplicadas contra naciones donde los regímenes les han caído medio gorditos al gobierno de Estados Unidos, por no alinearse plenamente a sus intereses hegemónicos o estratégicos y desafiar el apotegma: Dios en el cielo y yo en la tierra.
Pero, como Cuba sigue sin acuñar esa filosofía ególatra imperial (le ha cantado las cuarenta en cada escenario posible, remember Girón), la administración estadounidense vino a por todas en el 2021 y catalizó sus programas subversivos para el anhelado “cambio de régimen”.
Este sería el “año cero”. Washington se lo creyó aún más viendo las astillas supuestamente encendidas por el llamado Movimiento San Isidro en el 2020, cuyo padrino más cercano fue el encargado de negocios de ese país en La Habana, Timothy Zúñiga-Brown, hasta el punto de servirle de taxista a los acantonados en la calle Damas 955, en La Habana Vieja.
Se envalentonó, además, con los acontecimientos del 27 de noviembre (27N) de ese propio año, cuando personas con disímiles reclamos —entre estas, creadores dignos y otros que deliran por que Cuba sea otra estrella de la bandera de la Unión— se agruparon ante el Ministerio de Cultura (Mincult), en La Habana.
Dos meses después, el 27 de enero del 2021, alrededor de una treintena de ciudadanos intentó protagonizar otro show mediático también en la sede del Mincult, indiscutible provocación contrarrevolucionaria, que apeló a los condicionamientos, al chantaje, y demostró que lejos estaba de sostener un diálogo transparente y constructivo con la institucionalidad.
Cada uno de estos episodios halló eco en las redes sociales, convertidas prácticamente en el ombligo de la vida pública, y en la maquinaria mediática anticubana, enorme y estructurado árbol genealógico, que oportunistamente aprovechó la complicadísima realidad nacional para atacar y asestar su golpe bajo. Nadie debiera pensar que lo hizo por iniciativa propia; una disección del discurso periodístico de estos medios dependientes confirmará su devoción y filiación imperial.
Sus mentores, que al fin y al cabo son quienes ponen los billetes, vieron el cielo a mediados de año: la pandemia escalaba desenfrenadamente, con cifras de espanto, sobre todo en Matanzas; los apagones eléctricos eran el pan nuestro de cada día; las ofertas de bienes y servicios tocaban fondo, entre estos alimentos y medicinas; el hostigamiento económico y financiero de Estados Unidos exhibía una salud de roble. La irritación crecía; el descontento, también.
Era el clima soñado por el que tanto había esperado el gobierno estadounidense, descrito por Lester D. Mallory, vice secretario de Estado Asistente para los Asuntos Interamericanos, y sus asesores en un memorando secreto del Departamento de Estado, con fecha del 6 de abril de 1960, el súmmum de la política bestial de la nación norteña contra la isla.
Era el momento exacto para darle el golpe de gracia a la Revolución. El 15 de junio una empresa, con asiento en Miami, lanzó la etiqueta #SOSCuba, eje de una campaña subversiva para para desestabilizar el país, encaminada también a torpedear la votación de la Asamblea General de Naciones Unidas contra el bloqueo a Cuba.
Curiosamente —como denunció el ministro de Relaciones Exteriores, Bruno Rodríguez, el mismo día en que salió la susodicha etiqueta a la autopista virtual—, la División de Corporaciones del Departamento de Estado de la Florida le concedió la certificación a la compañía para que actuara oficialmente y recibiera fondos estaduales por la “canalita”.
Con ese precedente, vuelven por sus fueros y el 5 de julio, en un laboratorio mediático estadounidense, lanzan etiquetas que piden a gritos la intervención humanitaria. Al no tener el impacto previsto, cuatro días más tarde, los operadores políticos insisten con #SOSCuba, #SOSMatanzas y #CubaDuele.
Tanto fue el cántaro a Twitter, a Facebook… que el 11 de julio, en medio de la crisis sanitaria y de una realidad socioeconómica punzante, acaecieron disturbios en varias ciudades cubanas; pero no el deseado estallido social y una situación de ingobernabilidad.
Inconforme con ello, en septiembre pasado la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid) otorgó 6 669 000 dólares en subvenciones para proyectos dirigidos a poner de rodillas a la Revolución. Analistas refieren que, en el último año, al menos 54 organizaciones han sido beneficiadas con los programas para Cuba del Departamento de Estado, la National Endowment for Democracy (NED) y la Usaid.
Bajo esa cobija de billetes verdes, nació en el 2021 el grupo Archipiélago, que convocó a una marcha para el 15 de noviembre, organizada en la tesitura de la guerra hibrida, no autorizada, finalmente, por los gobiernos locales al ir en contra de los preceptos constitucionales.
Como resultaba previsible, altos funcionarios de la Casa Blanca, encabezados por Joe Biden, y del Capitolio rumiaron de impotencia. Ante el fracaso de las protestas de julio, abortadas por el pueblo, habían apostado todas sus cartas a la marcha para el codiciado “cambio de régimen”. De nuevo, sus pronósticos se iban a bolina.
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