La escuela Panchito Gómez Toro, en Cabaiguán, no es hoy el mismo plantel en el que cada mañana dejo a Lauren en la puerta para que, junto a sus compañeros de preescolar, vaya adentro a aprender. La escuela es otra: urnas azulísimas en algunas de las aulas; escudos inmensos y banderas que cuelgan de las paredes; pioneros que se yerguen y saludan cuando las boletas se cuelan por las ranuras.
En los pasillos se dan cruce jóvenes, mujeres, ancianos… Un ir y venir en el que muchos han acudido para refrendar todos sus derechos. Y mientras nos cruzamos voy pensando en mis vecinos homosexuales que viven bajo el mismo techo hace muchísimos años y a los que hasta ahora siempre les ha rondado la zozobra de qué pasaría con los derechos del otro cuando uno de los dos falleciera; recuerdo a la amiguita de mi hija que vive con sus abuelos octogenarios ante la ausencia de su mamá; me viene a la mente el muchacho en situación de discapacidad al que sus padres achacosos y ancianos cuidan como un niño; en mi vecina que lo ha intentado todo y no ha podido gestar un hijo y me he acordado también de los pequeños que una vez me desgarraron con sus historias en aquel Hogar de Niños sin Amparo Familiar.
Y están todos resguardados en esas letras. Porque el Código de las Familias nos ampara sin distinciones de credos, de razas, de preferencias sexuales, de posiciones políticas… ha sido pensado desde el amor que une y jamás separa.
Ha ido tejiendo lazos más allá de los vínculos sanguíneos y sí desde los afectos. Es la brújula para los que vivimos hoy y el legado que dejaremos para el mañana.
Ni aun la lluvia que ha venido a mojar este domingo ha impedido que las personas sigan llegando hasta sus colegios electorales, los mueve, acaso, las ganas de hacer por ellos y por los otros.
Es este 25 de septiembre un domingo para refrendar, por encima de todo, el amor.
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