Una vez más Estados Unidos ha incluido a Cuba, junto a otros gobiernos que no le sonríen ante sus maniobras, en otra lista negra: la de países que no respetan la libertad religiosa.
Más de lo mismo que nunca tuvo razón para quienes con sano juicio valoran la política internacional de los tiempos que corren, tan marcada por la anarquía polarizada de opuestos que interpretan los fenómenos sociales desde sus propios intereses, más allá de las leyes internacionales y de las mancas instituciones que existen para sostenerlas.
Típico de todo momento de crisis, tal parece que vivimos en un mundo donde los políticos no ven más allá de sus narices, donde los acontecimientos se desentienden de tratados, convenios y legislaciones, para retornar de forma acelerada a una extraña mezcla entre la “guerra fía” y la “caliente”.
El siglo XXI han afianzado los absurdos en política internacional. No resulta extraña la reciente noticia si se tiene en cuenta que anteriormente se ha sabido de otras que son mucho más ridículas, como los casos del premio Nobel por la Paz a un presidente que ordenó agresiones, bombas y muerte; periodistas perseguidos por publicar las verdaderas barbaridades que el gobierno y el ejército norteamericano hacen en nombre de la libertad y los derechos humanos o el extraño caso de un monarca español entregando el premio por la democracia al presidente de Colombia, por solo citar unos ejemplos.
Ni la conciencia nacional, ni las prácticas sociales han estado asociadas nunca a tendencias ateas en Cuba. Las creencias en lo sobrenatural, junto a los componentes que en el mundo real ellas presuponen, han sido columna vertebral en la historia de nuestra identidad.
Aquí, la inmensa mayoría de los criollos lleva en su sangre y en su alma, junto a la bandera de la estrella solitaria, la pólvora y las flores, cerdo asado y congrí, tabaco y ron; la palabra de Dios, la imagen de los santos, el espíritu de los orishas, la sapiencia de Buda, el ying y el yang de Lao Tse, las enseñanzas de Mahoma y hasta creaciones auténticas, fruto de la mezcla infinita de todas esas influencias.
Somos una cualidad sistémica, semejante a nuestra criolla caldosa provista de diversos troncos de origen, causa suprema del sincretismo que en su devenir moldea lo auténticamente cubano.
Desde los tiempos de la Colonia, los españoles asentados en estas tierras tuvieron la obligación de convivir con las grandes culturas africanas, traídas por ellos mismos cuando la plantación suplantó a la ganadería y la anómala industria azucarera se afianzó a partir de la mano de obra esclava.
Las enormes posibilidades de éxito que brindaban las condiciones de la isla grande atrajeron a migrantes, negociantes, exilados y aventureros de todas partes del mundo para hacer en esta tierra una mezcla superior de creencias con la cual tuvieron que lidiar todos los gobiernos de época.
La Revolución cubana fue un proceso violento, forjado desde la lucha armada, que en rápida contienda llevó al poder a los sectores interesados en cambios radicales, pero que tuvo también de manera rápida la resistencia, igualmente violenta, de la burguesía nacional, de los latifundistas, los propietarios foráneos y de todos sus aliados.
Los principales afectados por las medidas tomadas durante los primeros años del naciente gobierno revolucionario apelaron a todo tipo de recursos para derrocarlo, incluyendo la formación de bandas armadas, atentados, sabotajes, asesinatos, la migración desordenada y hasta invasiones.
Gran cantidad de instituciones y sujetos desde dentro y fuera del país se usaron para tumbar a Fidel y detener los procesos de cambios, incluyendo algunas organizaciones religiosas, sus líderes y sus creyentes.
No cabe en un par de cuartillas la lista de estos casos contra los cuales tuvo de defenderse todo un pueblo. Violaciones de la legalidad se cometieron bajo el nombre de imágenes religiosas, dentro y fuera de instituciones religiosas.
Sin embargo, el Estado no fue partidario de promulgar leyes antirreligiosas y ni de tomar medidas que afectaran a esas instituciones; más bien se limitó a enfrentar esos actos, no por la condición de sus creencias, sino por la criminalidad de sus acciones.
El proceso de institucionalización que radicalizó al socialismo como sistema político en el país tuvo como política específica hacia la religión y sus creyentes principios que nunca limitaron sus libertades.
La Constitución de la República de Cuba, aprobada a mediados de los años 70 del siglo pasado, declaraba al Estado como laico, lo cual presupone aceptar toda religión sin identificarse con ninguna en específico.
En los artículos 8 y 55 de esa propia carta magna, se reconocía la libertad de creencia, entendida como el respeto de toda persona a creer o no, de manera libre y a manifestarse en cuanto tal.
De igual forma, históricamente las instituciones que sostienen el poder revolucionario han declarado y legislado en favor de la igualdad de consideraciones para cada una de las más de 60 religiones organizadas que como promedio han convivido en el país.
Para cumplir con el principio del laicismo, se ha reconocido siempre que las instituciones religiosas estás separadas del Estado, como ocurre en la mayoría de las naciones del mundo, sin que ello pueda entenderse como una prohibición.
Un momento de especial análisis sobre el tema fue el IV Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC), cuando en octubre de 1991 se hizo un recuento de la historia de los vínculos entre el Estado y la religión, se enrumbaron caminos y se reacomodaron elementos importantes de esa política, tratando de superar las viejas fricciones dejadas por los momentos más violentos en los que también la Revolución debió defenderse y sobrevivir, sin estar exenta de excesos y errores, no solo en torno a los creyentes.
La actual Constitución de la República de Cuba, con solo tres años de aprobada, mantiene aquellos principios y enfatiza, como nueva formulación, que todas esas instituciones tiene los mismos deberes y derechos.
El proceso de construcción del socialismo en la nación caribeña es la historia de su defensa ante enemigos y ataque venidos de todas partes usando infinidad de vías, la mayoría sin vínculo alguno con la religión, pero algunas sí, bajo el ropaje de la religión.
La legislación cubana y sus prácticas constructivistas han contado siempre con el apoyo de los creyentes, que son la abrumadora mayoría de los coterráneos, así como de las instituciones en las que hacen su vida espiritual.
El Estado hubiera cometido un gran error en el supuesto caso de dar la espalda a la mayoría de un pueblo que no es ateo. Por eso se ha limitado por años a enfrentar las violaciones de las leyes en las que puedan incurrir ateos y creyentes bajo la condición de su criminalidad, nunca por motivos de su fe.
El camino de la defensa de un proyecto legitimado por esas mayorías que piden a Dios o a los santos, creen en espíritus o en el poder de los orishas, leen la Biblia o respetan las brujerías, no hubiera tenido nunca el respaldo de aquellos a los que se les violaran sus derechos.
La reciente inclusión de Cuba en la lista de países que no respetan la libertad religiosa es “un boniato que tiene el lomo afuera”, al decir de un noble guajiro criollo; es un atajo más en el camino del norte brutal y revuelto, violento e inquisidor, para poder enseñar al mundo como justificadas sus irracionales medidas contra millones de cubanos.
En este archipiélago bendecido tantas veces por seres e imágenes sobrenaturales seguimos mirando de soslayo esas noticias que ya por reiteradas casi ni lo son, mientras en un diciembre que huele a Santa Bárbara-Changó, San Lázaro-Babalú Ayé, a Nochebuena y a nacimiento del niño Jesús, cualquier creyente le comenta a otro: “Esos gringos ya no saben qué inventar”, mientras prepara humildemente sus fiestas del último mes del año.
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