No hubo vara de tierra, como dicen los monteros de Guanalalto, ni metro de mar en las inmediaciones de Cuba que no fueran registrados. “No te preocupes. Dice el piloto que nos desviamos porque hay una tormenta”, le había comunicado, por microonda, Camilo a un miembro de su equipo especial de trabajo que iba por carretera con destino a La Habana.
Pocas veces como esa, millones de hombres y mujeres buscaron a un ser humano; pero ni la tierra ni el mar quisieron devolvernos al Comandante, que más que jurar, demostró su lealtad sin límites a Fidel.
Su jefe no dudó en situarlo al mando de la Columna No. 2 Antonio Maceo para extender la lucha guerrillera al occidente cubano a finales de 1958. En las últimas horas del 6 de octubre y primeras del 7, la tropa del Señor de la Vanguardia atravesó el río Jatibonico del Norte, cuyas aguas llevaban un demonio suelto adentro por el temporal de turno.
Gracias a una soga, tendida de orilla a orilla, se hizo la utopía. Al cruzar la corriente y para salvar su M2, Camilo lo levantó tanto que casi rebasaba las ramas de un cedro próximo. “Nada nos impediría el cruce (a Las Villas), ni los ríos crecidos, ni los cientos de soldados que decían se movían alrededor nuestro. (…) Yo besé la tierra villaclareña”, sostuvo en su informe a Fidel.
Tocaba suelo espirituano. Llegaba con sus hombres, casi sin piernas por tan incierto camino labrado desde El Salto, Sierra Maestra, en medio de persecuciones del Ejército de Fulgencio Batista, con apenas bocado en el estómago.
Sin dilación emprendió la campaña en el norte de Las Villas, donde empezó a liberar poblado tras poblado, con una fuerza creciente en número hasta que llegó la batalla que lo convirtió en el Héroe de Yaguajay.
Para rendir el cuartel del Escuadrón 37, apeló a lo habido y lo por haber. Quien lo dude, repase la historia del Dragón I, una especie de blindado criollo, construido a partir de un tractor de esteras por obreros del central Narcisa.
No olvidemos lo sucedido durante la tregua, acordada con el capitán Alfredo Abón Lee, el 24 de diciembre. Camilo entraba por segunda vez ese día a la guarnición. “¿Quién es Caballo Loco?”, preguntó a la hueste enemiga.
Al tener delante al soldado que por las noches le improvisaba y cantaba a la fuerza rebelde, sin más allá ni más acá, le obsequió su reloj. Al resto de la soldadesca, le regaló tabaco y cigarro. “Si se rinden, esta misma nochebuena nos comemos 20 lechones asados, todos juntos”.
El Comandante guerrillero sabía que una batalla no se gana únicamente a punta de bala. El 31 de diciembre el adversario se vio obligado a levantar bandera blanca.
Ante la mirada de todos caminaba el hombre con el sombrero, batido por el viento y no por la metralla; caminaba con el M2 en la mano izquierda, y en la derecha, un tabaco recién encendido para festejar el triunfo.
Ante la mirada de todos, el ya Héroe de Yaguajay, devenido luego el jefe del Estado Mayor del Ejército Rebelde, a quien Fidel le dio la encomienda de abortar la conspiración de Hubert Matos, al frente del Regimiento No. 2 Ignacio Agramonte.
Cumplida la misión, el Señor de la Vanguardia partió de regreso a la capital desde el aeropuerto agromontino. Piloteaba el avión Luciano Fariñas Rodríguez; a bordo, también, Félix Rodríguez, escolta de Camilo. Exactamente a las 6:01 p. m. despegó la aeronave.
Lo que aconteció después durante el trayecto a La Habana nadie lo sabe con certeza; lo único trascendido, la tormenta, que se llevó la sonrisa, el sombrero, los 27 años de un rebelde con causa, a lo profundo de las aguas. No hubo vara de tierra ni metro de mar en las inmediaciones de Cuba que no fueran registrados. Luego, el tributo. Desde entonces el 28 de octubre no está prohibido dejar sin flores los jardines.
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