Sobre el armón militar, la urna de cedro; dentro, las cenizas de un ser de otra galaxia, custodiadas por la bandera de la estrella y las rosas blancas, cultivadas por Martí en versos sinceros y bravíos. Aquel hombre de ideas más altas que el Sol en pleno cenit, había partido el 25 de noviembre; 63 años antes surcaba las intranquilas aguas del mar Caribe, a bordo del yate que lo traería de vuelta a Cuba, junto a 81 expedicionarios más, para llegar a las cimas escarpadas de la Revolución.
Era jueves, primero de diciembre del 2016. Volvía a entrar al parque Serafín Sánchez, de Sancti Spíritus, en su camino hacia Santiago de Cuba. Lloraba la mañana; era la misma llovizna que lo saludó la madrugada del 6 de enero de 1959, cuando desde los balcones de la entonces Sociedad El Progreso, prodigó elogios, que retoñan siempre en la historia:
“Si las ciudades valen por lo que valen sus hijos, si las ciudades valen por lo que se han sacrificado en bien de la patria, si las ciudades valen por el espíritu y la moral de sus habitantes, por el fervor de sus hijos, por la fe y el entusiasmo con que defienden una idea, Sancti Spíritus no podía ser una ciudad más”.
Regresaba a esta tierra, donde siempre permaneció. Lo arropaban miles de voces: unas roncas por tanta evocación, otras en silencio por tanto dolor escondido en el pecho. Ante la conmoción de todos, recorría el parque Serafín Sánchez y salía en busca de la Avenida de los Mártires para luego retornar a la Carretera Central, que lo llevaría a Jatibonico. Y a ambos lados de la vía, los agradecidos, su tropa de rebeldes.
Iba rumbo a Santiago de Cuba para descansar junto a su Maestro. Y aquel 4 de diciembre, en el cementerio Santa Ifigenia otro guerrillero, que también zarpó del puerto de Tuxpan, México, tomó entre sus manos la urna; la puso sobre su pecho de verde olivo y a seguidas la colocó en la piedra cálida, que lo sabe eterno. Luego se escuchó un hondísimo suspiro; venía de su hermano Raúl. En el mármol verde oscuro y en letras de bronce, una sola palabra: Fidel. Cerca, muy cerca, lo iluminaba Martí. Seis años después, entre helechos y califas moradas, al pie de la roca enorme, siguen lloviendo rosas blancas.
Entre lloviznas, rosas blancas y muchas lágrimas