Se acaban de cumplir el 3 de enero 142 años de la primera visita de José Martí a los Estados Unidos, país donde se radicó entre 1881 y 1892 en los afanes organizativos de la independencia cubana, período que le permitió conocer en profundidad, las virtudes de su sistema socioeconómico junto a las grandes carencias que, incluso entonces, ponían en entredicho su tan blasonada democracia.
No se trataba de un intelectual cualquiera el que tendía su vista sobre las esencias de una potencia emergente donde, junto a las bondades de una economía en expansión basada en los últimos jalones de la ciencia y la técnica, empezaban a surgir las grandes deudas de lesa democracia que proliferan hoy, por cuanto, amén de no haberse erradicado del todo los males del reciente esclavismo y los rencores de la guerra civil (1861-1865), eran ya entonces el dinero y los intereses oligárquicos los que decidían la política.
Y no era Martí uno más, porque poquísimos eruditos de la época unían en una sola persona su poder de discernimiento, su sensibilidad de poeta y su gran cultura general, que le permitió calar profundamente los procesos que en Estados Unidos tenían lugar, con una aguda mirada “desde fuera”, propia de aquel hombre que ejerció un periodismo lúcido e incisivo mientras residía en Nueva York.
En esa realidad hundió Martí su intelecto y de su pluma vieron la luz más de 300 crónicas sobre la gran nación del norte, las que, a juicio de Juan Marinello resultaron «el más completo retrato de la Norteamérica de su tiempo», mientras que José Antonio Portuondo entendía que «hay en Martí el mejor crítico de la vida americana y sus Escenas norteamericanas constituyen un brillantísimo panorama de lo que era Estados Unidos», en los años finales del siglo XIX.
Pero es en La verdad sobre los Estados Unidos, un texto analítico de alto valor sociológico y político, donde el Maestro penetra más a fondo en las realidades de la Norteamérica de la época, cuyos aspectos más negativos han llegado hasta hoy multiplicados. En su aspiración de sopesar de una manera dialéctica sus juicios, Martí escribe: “Es de supina ignorancia, y de ligereza infantil y punible, hablar de los Estados Unidos, y de las conquistas reales o aparentes de una comarca suya o grupo de ellas, como de una nación total e igual, de libertad unánime y de conquistas definitivas: semejantes Estados Unidos son una ilusión, o una superchería”.
Martí, quien tuvo que enfrentar en buena parte de su vida el peligro nocivo del anexionismo, quebró lanzas hacia quienes, en su adoración desmedida por el dinero y el progreso, idolatraban a EE.UU. sin ser capaces de ver sus grandes males y el peligro que representaba para otros pueblos del mundo, empezando por las repúblicas americanas. Por eso alertó:
“En unos es el excesivo amor al Norte la expresión, explicable e imprudente, de un deseo de progreso tan vivaz y fogoso que no ve que las ideas, como los árboles, han de venir de larga raíz, y ser de suelo afín, para que prendan y prosperen, y que al recién nacido no se le da la sazón de la madurez porque se le cuelguen al rostro blando los bigotes y patillas de la edad mayor”.
Y prosigue el Apóstol: “En otros, la yanquimanía es inocente fruto de uno u otro saltito de placer, como quien juzga de las entrañas de una casa, y de las almas que en ella ruegan o fallecen, por la sonrisa y lujo del salón de recibir, o por la champaña y el clavel de la mesa del convite (…) vívase, en el palacio y en la ciudadela, en el salón de la escuela y en los zaguanes, en el palco del teatro, de jaspes y oro, y en los bastidores, fríos y desnudos: y así se podrá opinar, con asomos de razón, sobre la república autoritaria y codiciosa, y la sensualidad creciente, de los Estados Unidos”.
Martí nunca perdió de vista el origen de la nación que creció más velozmente que otras en este continente y con mayor pujanza, deducciones que hizo para sí mismo y para otros, cuando apuntó: “Lo que ha de observar el hombre honrado es, precisamente, que no solo no han podido fundirse, en tres siglos de vida común, o uno de ocupación política, los elementos de origen y tendencia diversos con que se crearon los Estados Unidos, sino que la comunidad forzosa exacerba y acentúa sus diferencias primarias, y convierte la federación innatural en un estado, áspero, de violenta conquista”.
Esto decía ese gran hombre, cuando aún apenas se esbozaban las primeras acciones del águila rapaz que pocos años después intervendría en la guerra del pueblo cubano contra España, no para liberarlo, sino para impedir que lograse la independencia por sus propios esfuerzos, convertir a Cuba en un protectorado y, de paso, hacerse además con el botín de Puerto Rico, Guam y las Filipinas, que nada tenían que ver en aquel conflicto.
A continuación, ya con una vigencia total y espíritu de justicia, sentenció Martí: “Es de gente menor, y de la envidia incapaz y roedora, el picar puntos a la grandeza patente, y negarla en redondo, por uno u otro lunar, o empinársele de agorero, como quien quita una mota al sol.
“Pero no augura, sino certifica, el que observa cómo en los Estados Unidos, en vez de apretarse las causas de unión, se aflojan; en vez de resolverse los problemas de la humanidad, se reproducen; en vez de amalgamarse en la política nacional las localidades, la dividen y la enconan; en vez de robustecerse la democracia, y salvarse del odio y miseria de las monarquías, se corrompe y aminora la democracia, y renacen, amenazantes, el odio y la miseria”.
Al cabo de mucho más de un siglo, estas alertas de José Martí debieran estar más que nunca en la conciencia de la gran comunidad cubanoamericana en la Florida que, por desgracia, se ve obligada a dedicar la mayor parte de su tiempo a la supervivencia, adormilada por una propaganda que abruma y desvirtúa, que desinforma y embrutece, cuyo objetivo es fomentar el odio contra los enemigos del imperio, tendiendo a la idiotización de lectores, oyentes, televidentes e internautas en mensajes que los consideran estúpidos.
Lo que ocurre hoy en el imperio no es más que el fruto evolucionado y descomunal de lo que ya entonces vislumbró el Apóstol; en una nación cada vez más dispar, llena de contradicciones de todo tipo, que ha convertido “la federación innatural en un estado de violenta conquista”. De ahí la agresividad desmedida de un imperio que lucha a brazo partido por impedir que otras naciones se le equiparen y rebasen, poniendo en grave peligro la paz mundial.
A día de hoy, Estados Unidos es, desde el punto de vista estructural, un estado fallido que ha hecho práctica cotidiana el caldeo de la situación internacional como fuente de ingresos de su hipertrofiada industria armamentística y modo de desviar la atención de sus males internos a supuestas causas foráneas.
Su clase dirigente ha devenido, a lo largo de una decena de generaciones, una especie de testaferros de grandes intereses sectoriales y monopólicos, donde, salvo contadas excepciones, para llegar a ser legislador hay que ser rico y/o contar con el apoyo de poderosos grupos de poder político-financiero. No se hable ya del presidente.
Si nos atenemos a las últimas elecciones presidenciales en la nación vecina, estas estuvieron entre las peores de la historia, más propias de una república bananera que de una entidad de la magnitud de los Estados Unidos, donde hubo de todo; desde zancadillas, infundios, golpes bajos y tergiversaciones, hasta violencia desembozada ejercida por grupos violentos de extrema derecha que trataron a toda costa de lograr la reelección de Donald Trump. Por tanto, se puede afirmar con total seguridad que en ese país no impera la democracia.
En ese contexto, el asalto y toma del Capitolio en Washington el 6 de enero de 2021 por una turba enfurecida fue una prueba palpable de hasta qué punto ha degenerado el modelo norteamericano de gobierno, algo que reconoció en reciente artículo en The New York Times Francis Fukuyama, autor de la teoría del fin de la historia, al decir que sentó las bases de una “herejía ominosa” en la política estadounidense.
Pasado un año de aquellos sucesos, que dejaron cinco muertos y 700 expedientes acusatorios entre los asaltantes, analistas advierten que, caso de producirse una hipotética victoria de Donald Trump en los comicios de noviembre de 2024, ello podría desembocar en una profunda crisis democrática en Estados Unidos. Esos estudiosos llegan a predecir que “para 2025, la democracia estadounidense podría colapsar, provocando una extrema inestabilidad política interna, incluida la violencia civil generalizada. Para 2030, si no antes el país podría estar gobernado por una dictadura de derechas».
No están descartadas entonces repetidas alusiones acerca de la posibilidad de una guerra civil en USA, cada vez más presentes en la voz de periodistas y políticos. Sirvan estas palabras del expresidente Jimmy Carter publicadas en The New York Times el pasado 6 de enero como prueba de ello: “Nuestra gran nación se está tambaleando al borde de un abismo cada vez mayor. Si no se toman medidas inmediatas, corremos el riesgo real de enfrentar un conflicto civil y de perder nuestra preciada democracia”.
A 169 años del natalicio del Apóstol, este 28 de enero, aparece como deber inexcusable de historiadores y cronistas sacar a colación tema tan trascendental como inminente, porque, al decir de José Martí, “es preciso que se sepa en nuestra América la verdad de los Estados Unidos”.
La perspectiva marxista entiende el imperialismo no esencialmente como una forma de dominación política, sino como un mecanismo de división internacional del capital y el trabajo, por el que la propiedad del capital, la gestión, el trabajo de mayor cualificación y la mayor parte del consumo se concentran en los países «centrales»; mientras que en los países «periféricos», que aportan el trabajo de menor cualificación y los recursos naturales, sufren un intercambio desigual que conduce a la explotación y el empobrecimiento. En politología también se emplea la nomenclatura «norte-sur» para esta forma de relación.
Marti antiperialista ? Solo ante los ojos de los comunistas empezando por Mella y Baliño que fueron los primeros que sembraron la semilla de la miseria comunista en Cuba
Sería interesante ver un artículo hablando además de lo antiimperialista, lo anticomunista que era…. creo que para decirse martiano hay que estudiar su obra completa, no solo lo que conviene. Saludos
Mire, Juan Ernesto, está más que probado que Martí fue un latinoamericanista pleno, un patriota independentista, un humanista en todo el sentido de la palabra y un antimperialista militante que dedicó su vida a tratar de impedir con la independencia de Cuba que cayeran los Estados Unidos con esa fuerzas más sobre nuestras tierras de América. Pero por ninguna parte aparece que fuera anticomunista, lo que solo deducen algunos mal intencionados por ciertas expresiones suyas sacadas de contexto acerca de lo que pensaba de la propiedad y de los sistemas totalitarios de gobierno, porque, Juaner, realmente, en la época en que a Martí le tocó vivir el comunismo no existía como sistema y solo era una serie de tesis, artículos y propuestas de Marx, Engels y otros teóricos, ya que Lenin surge algun tiempo después a la palestra.
El imperio no cejara en el empeño de destruir a Cuba.Ojala algunos cuadros cubanos no intenten convencernos de lo contrario.