A la hora justa del almuerzo, tocan a la puerta. Lala Fundora se sobresalta —especifica el dramaturgo Héctor Quintero en Contigo, pan y cebolla—.
—¡Pronto! Coja cada uno su plato y váyanse para allá dentro a tomarse la sopa.
Hacía instantes, Anselmo, su esposo, le había recriminado porque la sopa no sabía a nada; o mejor, sabía a lo que sabía siempre el día anterior al cobro. Más resignada que iracunda, Lala le tiró en cara que la había hecho con un hueso que le fiaron en la carnicería.
Quien le cedía su piel, nervio y alma a Lala sobre las tablas —una de las mujeres clásicas dentro del canon de personajes femeninos en la escena cubana, a criterio de expertos— era la yaguajayense Berta Martínez López (7 de abril de 1931-27 de octubre de 2018), Premio Nacional de Teatro (2000). Corría 1964 y Sergio Corrieri dirigía ese estreno de Teatro Estudio.
Para la construcción de la protagonista de Contigo…, la espirituana tuvo entre sus referentes a su mamá, al punto de usar hasta su vestuario; en la casa de la familia Martínez López, que se trasladó a residir en la capital durante la adolescencia de Berta, los vecinos tampoco podían enterarse de qué comían, en tiempos en que a las latas de leche condensada se les colocaba un asa y servían de vasos. “Viví en el campo, en medio de una miseria espantosa. Me crié con mucha harina”, dijo al programa televisivo Telón Abierto.
Hasta los años 80, la Martínez revisitó esa madre —ahogada por las penurias económicas en el paisaje hogareño—, actuación elogiada por el dramaturgo y director de escena Norge Espinosa: “Su organicidad, la limpieza en la cadena de acciones, el dominio rotundo de una técnica stanislavskiana aplicada a la representación de los gestos y rasgos de una mujer que nos identificaba desde el escenario se volvieron míticos”.
Lo remarcó el también investigador y crítico cultural a escasas horas del fallecimiento de Berta; valoración que recaló después en las palabras del propio Espinosa para el catálogo de la exposición inaugurada en homenaje a la actriz, directora artística y diseñadora escenográfica y de luces, en la sala Hubert de Blanck, en el contexto del XIX Festival de Teatro de La Habana, celebrado del 23 al 31 de octubre último.
“He visto Contigo, pan y cebolla millones de veces, por miles de actrices; pero la Lala Fundora es Berta Martínez”, testimonió para el documental de Manolo Luis —dedicado a la espirituana— otra notable de la escena, Corina Mestre, quien consideró la interpretación de Catalina, la hija muda de Ana Fierling en Madre Coraje (1961), de Bertolt Brecht, como la “imagen más fuerte” de la yaguajayense en el rol de actriz.
“Esta actuación sin palabras, mediante extraños sonidos, gestos y acciones corporales —argumentó el actor y profesor Roberto Gacio Suárez en el artículo ‘Berta Martínez: pasión por la escena’— situó a la actriz en un altísimo pedestal de reconocimiento. Su espeluznante final, al avisar mediante gruñidos y gritos entrecortados a unos campesinos sobre la presencia de soldados asesinos, nos dejaba atónitos y conmovidos al máximo”.
Para esta intérprete —enfatizó Gacio Suárez—, los obstáculos desaparecían en cuanto a “expresar una época, una clase social o una psicología determinada”; virtud demostrada en El difunto señor Pic (1957), de Charles de Peyret-Chappuis, al asumir el papel de una anciana dominante; en El águila de dos cabezas (1959), escrita por Jean Cocteau, donde se transfiguró en una reina “soberbia y consentida”, y en Santa Juana (1960), original de George Bernard Shaw.
Ya incorporada a Teatro Estudio en 1961, aprehendió y se sumergió en el mundo interior y exterior de la reina Isabel de Castilla en Fuenteovejuna (1962), de Lope de Vega; rol anterior a Diana, la condesa de Belflor en El perro del hortelano (1964), también de Lope de Vega; a la joven dama de La ronda (1967), de Arthur Schnitzler, y a la madre opresora en La casa de Bernarda Alba (1972), del repertorio lorquiano.
El modo de plasmar el tono y el ritmo de una representación, así como la comprensión de los géneros singularizaron a Berta, en opinión de Roberto Gacio, tanto en su condición de “actriz consagrada”, como en la de “directora de excelencia” en que, igualmente, devino.
BAJO LA BATUTA
En casi nada coinciden de modo rotundo quienes han estudiado el teatro cubano de la centuria pasada; no obstante, teatrólogos y creadores sí parecen converger en los tres nombres básicos en la dirección escénica: Vicente Revuelta, Roberto Blanco y Berta Martínez, comentó en una oportunidad el dramaturgo y periodista Amado del Pino, fallecido en el 2017.
Dentro del catálogo de puestas bajo la batuta de la artista, Del Pino y otros conocedores de las Artes Escénicas colocan en una posición cenital Bodas de sangre, de Federico García Lorca, expresión cimera de la poética a lo Berta, capaz de elaborar una portentosa visualidad a partir de la recreación sonora, el color, las luces y el movimiento de los actores, entre ellos Isabel Moreno, Adolfo Llauradó, Miriam Learra e Hilda Oates, fallecida en el 2014, quien hizo el personaje de la madre en este clásico. “Berta tiene el don de la perfección, que no lo tiene todo el mundo”, aseveró Hilda, Premio Nacional de Teatro (2004).
Al valorar Bodas…, la crítica e investigadora Vivian Martínez Tabares enalteció el pasaje de la huida de Leonardo y la novia por un bosque ideado con varas de madera, sostenidas por coro de actores, “muestra del sentido minimalista y austero con que Berta elaboraba las imágenes, altamente expresivas, que conseguía con pocos elementos, pero muy bien escogidos”, apuntó la profesora.
Estrenada en 1979, esta obra de Lorca fue invitada a festivales internacionales con sedes en Venezuela, Colombia, Yugoslavia, Portugal y España, como recordó hace pocas semanas en Facebook el Premio Nacional de Teatro (2012), Francisco (Pancho) García, quien evocaba la lluvia de flores rojas con que les colmaban desde el lunetario al término de las presentaciones en Portugal, y las exclamaciones de ¡Viva Cuba! y ¡Viva Lorca! en Madrid, donde debieron programar dos funciones diarias debido a la acogida en tierra hispánica.
Señales claras de esa apoteosis creativa como directora artística las había dado la Martínez desde La casa vieja (1964), de Abelardo Estorino —con el derrumbe simbólico de las paredes al concluir la puesta—, y más apreciables en Don Gil de las calzas verdes, pieza de Tirso de Molina, seudónimo de fray Gabriel Téllez, uno de los dramaturgos del Siglo de Oro español.
Con Don Gil…, Berta pensó en grande. Su capacidad y el rigor para encarar un espectáculo de formato mayor, con más de 30 actores y actrices sobre escena, los que, a su vez, devenían estatuas vivientes para acentuar la plasticidad escenográfica, fueron ponderados por los estudiosos; aunque hubo quienes no comprendieron la concepción ideoestética del discurso escénico en su totalidad.
También algún que otro crítico quedó perplejo ante su Bernarda (1970), versión de La casa de Bernarda Alba, obra del poeta de Granada con la cual se reencontraría dos años más tarde. En ambos casos afloró su inteligencia para discernir las cotas a las que llegó el original lorquiano y, a la postre, construir un espectáculo austero escenográficamente, con un hábil e intencional manejo de la luz, recurso que empleaba de forma magistral, aseguran.
“Mediante la luz, ¿qué no puede hacer uno escénicamente? —se preguntó cierta vez—. Me gusta la pintura; las mezclas de texturas y de colores. Voy a ver a un Rembrandt, y siento las texturas, la luz en los dedos”.
Es la sensibilidad trasmutada en arte, que emergió en otras piezas montadas también con Teatro Estudio como Macbeth (1984), de Shakespeare; La zapatera prodigiosa (1986), de Lorca; La aprendiz de bruja (1986), única obra teatral de Alejo Carpentier, y La verbena de la Paloma (1989), libreto original de Ricardo de la Vega y música de Tomás Bretón; y en las puestas con la compañía Hubert de Blanck, en cuya fundación participó en 1991, marcada por el estreno de El tío Francisco y Las Leandras.
Con este espectáculo —presentado en el 2002 en el Teatro Principal, de Sancti Spíritus—, junto a La verbena…, la Hija Ilustre de Yaguajay (2011) homenajeó al bufo y al género chico; en estas reapropiaciones —ha reflexionado Norge Espinosa—, mezcla al negrito y a la mulata de la comedia nacional con las estrofas que cantaron los abuelos, “con un aire de cubanía descacharrante y nostálgica (…), museo vivo de costumbres y teatralidad latente”.
Investigadora hasta la saciedad de la identidad cultural, renovadora; Berta era un “fenómeno muy especial” —al decir de Corina Mestre—; sentía pasión por la filosofía, la psicología y la psiquiatría. “Dirigía con una mano de hierro, pero de cuya garra uno salía enriquecido y lista para el personaje”, sostuvo la actriz y directora Doris Gutiérrez, al comentar el montaje de La casa de Bernarda Alba.
Según Hilda Oates, ella no maltrataba, y eso, además de ayudar, conmovía. Aun así, la propia Martínez adujo que ella no tenía pelos en la lengua; las verdades había que decirlas. En fin, Berta creía en un teatro de una imagen hermosa, “una imagen que en su vientre encierre ideas”.
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