La tecnología hace lo suyo y cada día crece la tendencia a cuestionar el valor de la lectura. ¿Para qué leer si ya no está de moda andar con un libro debajo del brazo o sentarse en un parque a debatir entre amigos el último poemario o la novela de tal o más cuál autor?
El cambio constante y dinámico de los soportes digitales, las generaciones que van creciendo en medio de un mundo interconectado, la creencia entronizada de que en Internet está todo, que las redes sociales son el mundo real, pasan factura a uno de los hábitos más nobles y elementales.
Si al menos viviéramos una traslación natural y lógica de soportes sería más fácil de entender la evidente disminución de lectores. Pero estamos ante un dilema multifactorial donde intervienen muchos actores: la familia, la escuela, las instituciones culturales, la ponderación de los nuevos ritmos de vida laboral, la comodidad de poner a los niños delante de una pantalla para avanzar en las tareas hogareñas, la inflación actual que lleva a decidir entre un libro y…
En Cuba, donde el precio de un libro sigue siendo un regalo, te encuentras ante un fenómeno global que viene tomando fuerza a tal punto que nuestras librerías se han ido convirtiendo en simples almacenes. Pocos pasan ante sus vidrieras y traspasan las puertas, de ahí que sea una necesidad imperiosa cambiar los enfoques sobre la promoción literaria, que las librerías lleguen a convertirse en verdaderos centros culturales capaces de gestar acciones constantes, arrastrar públicos y nuclear a ese grupo nada despreciable de escritores y lectores que no encuentran espacios de tertulia y goce espiritual. Definitivamente hay que romper esa imagen recurrente de las presentaciones y lecturas literarias donde se ven los mismos rostros, donde los autores se cocinan en su propia salsa.
La literatura para niños sigue siendo la más demandada y cuando en unos días llegue la Feria del Libro a los predios provincianos veremos a los padres y abuelos salir a buscar libros para dibujar, de cuentos y poemas, vamos a revivir ese punto de encuentro que no por gusto es considerado el evento más importante de la cultura cubana. Son días de fiesta literaria donde la demanda siempre es mayor a la oferta real, donde se concentra toda la energía para asegurar que al menos llegue un libro a cada familia.
Muchos ya se organizan para comprar las novedades que puedan aparecer en los estantes, asistir a la convergencia cultural donde se involucran todas las artes y convierten por unos días a la ciudad en un espacio libre de hojarascas tumultuarias. Tras dos años sin la Feria del Libro el reto es enorme para sus organizadores, que serán medidos a cada paso por un público que no se contenta con poco y está necesitado de intercambios creativos, atemperados a nuestros días, pero capaces de sorprender.
Durante los duros días de la cuarentena por la pandemia de covid, muchos se refugiaron en la relectura de los textos que dormían en las esquinas de la casa, pero al retomar el ritmo se vuelve a la rutina y al desdén por el libro impreso o digital. La falta de tiempo es la justificación más fácil, pero es justo reconocer que hay un segmento generacional que se declara públicamente ajeno a la lectura o no cree que esa sea una de las mejores maneras de ocupar los ratos libres. Leer supone alimentar el cerebro, dejarse llevar por un ejercicio que enriquece y prepara para la vida a quien lo ejercita, es navegar por todas las aguas, turbias o calmas, ponerse trajes y pieles de esta u otras épocas, es vivir, asumir una actitud más abierta y tolerante en nuestras vidas; nos hace más felices, mejores personas. No importa el soporte que utilicemos para zambullirnos en las historias o el conocimiento que la literatura aporta, eso es hoy lo de menos.
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