Hablar de paz, del cese de la guerra, y los llamados a poner fin a la intervención de Rusia en Ucrania son el centro mediático de estos días. Abres cualquier buscador en internet y lo que aparece en la pantalla del dispositivo es la sugerencia a seguir los acontecimientos de lo que algunos catalogan como el inicio de la Tercera Guerra Mundial.
Los algoritmos potencian las noticias del lado ucraniano, ponen en primer plano lo injusto del enfrentamiento, el regreso a la era soviética y la Guerra Fría, las sanciones de todo tipo, los apagones de los servicios y el aislamiento al macabro lado ruso. La atención está dirigida hacia el suceso, pero no a las causas.
Nadie debe ni puede justificar una guerra, menos los cientos de muertos civiles o militares en ambos bandos, la ocupación, la implosión social que genera el caos de las bombas y las balas. Pero tampoco tiene el derecho de inducir y darle ventaja en las grandes masas de receptores a una posición sobre otra.
Curiosamente no se menciona en estos días el hambre en las naciones africanas menos favorecidas, los asesinatos selectivos y desplazamientos atroces en Palestina, la situación actual de Afganistán tras la toma del poder por los talibanes. Menos, casi nada del bloqueo a Cuba y Venezuela, la miseria endémica en Haití.
La censura a los medios de comunicación rusos en Europa y grandes zonas del planeta evita que se pueda conocer más del porqué de la situación, el contexto, las históricas y convulsas relaciones entre ambos países, cuando es evidente para los centros de poder mundial que nada sucede por gusto.
¿Qué va a ocurrir si todo se resuelve en la mesa de diálogo? ¿Serán objetivas las historias que los conglomerados mediáticos van a seguir contando? ¿La visión del conflicto que se fijará por años en millones de personas es la real o la que se construye minuto a minuto desde un solo lado?
La tan llevada y traída libertad de expresión se destiñe todos los días, mientras las alarmas amarillistas dominan la transmisión de información, los titulares se repiten en un corte y pega implacable, dejando un rastro de miedo e incertidumbre.
Ya se han disparado las preocupaciones de muchos europeos y asiáticos, de los propios estadounidenses que le echaron mucha leña al fuego ruso-ucraniano. El mundo está a punto de vivir un desequilibrio atroz que va a suponer una recuperación dolorosa, donde hasta los que estamos a miles de kilómetros del conflicto sufriremos las consecuencias del alza del precio del petróleo, la escasez de materias primas vitales, la ruptura del flujo comercial internacional y la bancarrota de muchas economías supuestamente sólidas.
Llamar a la paz en amor, a la concordia entre los pueblos, a superar los dilemas a través del diálogo y el respeto, a dejar las armas a un lado para vivir en un planeta más seguro y civilizado tiene que ser un modo de resolución real, jamás una quimera. Y aunque los conflictos van a seguir en todos los rincones, no hay derecho a incrementarlos, menos a dejar de pedir que terminen o, mejor, todos tenemos la obligación de evitarlos y garantizar una vida segura.
Ninguna guerra es buena, alentarlas es un delito que se paga con creces. Sancionar, censurar, mutar el derecho a la información, dejar de ser veraces y culpar a unos y otros poniendo en la más absoluta oscuridad a millones de personas para que no puedan ver la realidad como sucede en estos días de “un solo culpable”, es tan deleznable como lanzar una bomba.
Cuba respaldó moralmente la escabechina rusa a Ucranija y eso Occidente no lo perdonará.