“Cuando iba a subir a la guagua que nos llevaría al aeropuerto, Fidel estaba en la puerta despidiendo a cada uno de nosotros. Recuerdo que me puso la mano en el hombro y me dijo: ‘¿Dónde está tu abrigo?, ¿dónde está tu abrigo?’. Me lo preguntó dos veces, como si un padre le estuviera insistiendo a su hija: ‘Cuídate, no te resfríes’”.
El 1 de noviembre del 2005 el Comandante en Jefe Fidel Castro despedía a los integrantes del Contingente Internacional de Médicos Especializados en Situaciones de Desastres y Graves Epidemias Henry Reeve que partirían hacia Paquistán para atender a las víctimas de la emergencia provocada por un devastador terremoto de 7.6 grados en la escala de Richter, ocurrido un mes antes (8 de octubre).
Esa madrugada, la enfermera espirituana Osmayda Amador Herrera —hoy trabajadora del Policlínico Miguel Montesinos, de Fomento y colaboradora de la Salud en Venezuela en el año 2007— tuvo la certeza de tener delante a un hombre inmenso, humanísimo.
CUATRO HORAS CON FIDEL
Antes del viaje hacia el país asiático, el caballero, el padre compartió desde las diez de la noche y hasta las dos de la madrugada con los brigadistas. Les advirtió que vendrán jornadas duras, de vida en campaña, intenso frío y el escenario no sería otro que el de una nación devastada, de ciudades enteras reducidas a escombros. Allí donde no parecía haber más vida, estarían los cubanos para salvar; pero “ante todo, tenían que cuidarse”; así de cristalinas fueron sus palabras.
“Esa noche, reiteradas veces él les decía a los compañeros que tenían que ver con los aseguramientos: ‘Estos muchachos van para el otro lado del mundo, ¿cuántos chocolatines llevan? ¿Qué van a comer por el camino?’”.
Minutos después, en el amplio salón del Palacio de la Revolución, solo se escuchaba el disparador de la cámara, y tras cada foto, la grandeza del momento.
“Él era muy alto y cuando fui a abrazarlo, tuve que mirar hacia arriba para poder verle el rostro; hasta ahora no he olvidado sus ojos, aquella mirada jovial.
“Antes de la foto me preguntó que de dónde yo era, y le respondí que del centro del país. Jocosamente me dijo: ‘Fíjese que a mí siempre me están cobrando celos porque dicen que soy santiaguero, pinareño; pero yo soy cubano y, como tal, soy del centro también’; entonces, nos abrazó a mí y a una doctora de Santiago que estaba a mi lado.
“Tengo recuerdos especiales en mi vida: el nacimiento de mi hija, esta despedida de Fidel y el día de mi graduación de licenciada en Enfermería donde él también estuvo presente.
“Fue en el 2013, justamente el día de su cumpleaños. Era la graduación de todas las facultades de Medicina del país. Estuvo hablando más de seis horas, y en cada palabra se le sentía la pasión infinita que tenía por las enfermeras, por los médicos, por los jóvenes. Se refirió al valor de la juventud cubana, a los lugares que íbamos a trabajar, al compromiso que adquiríamos desde ese momento, y en cada palabra había una enseñanza; Fidel era un sabio, realmente”.
LA LEGADA, ESCENARIO DE GUERRA
Camino a la región de Cachemira, en Paquistán, hay silencio total en el ómnibus en que viajan los sanitarios cubanos. El mundo afuera, visto desde las ventanillas, es un escenario de guerra. El polvo aún levita; los escombros interrumpen el paso. No hay mástil en pie. Cuerpos mutilados en camillas, y otros, sin vida, no tienen lugar siquiera para su sepulcro. Una niña, a lo lejos, baja por una ladera; parece haber quedado sola en medio de la nada.
“Desde la capital hasta el hospital de campaña número 7 de Cachemira, donde me ubicaron, transcurrieron casi 11 horas de camino. El corazón se me puso chiquito de ver tantas calamidades.
“En cuanto estuvimos listos, empezamos a trabajar. Con las primeras luces del día, ya estábamos en las consultas, en el salón de operaciones; a veces eran las diez de la noche y no habíamos terminado. Realizábamos numerosas amputaciones, porque las personas pasaron mucho tiempo sin atención y algunos ya llegaban con gangrena.
“Uno de esos días, nos llevaron un niño con una mano casi desecha, y otro, en un estado muy grave, que tenía el mismo grupo sanguíneo que yo, y sin pensarlo un segundo le doné mi sangre. Ese niño se salvó.
“En otra ocasión, atendimos a un paciente con una parada respiratoria y nos pasamos tres días sin tregua para salvar a aquel señor, hasta que lo vimos salir caminando del campamento. Cuando menos lo esperábamos, se apareció con una vaca de regalo.
“Eran personas que, estoy segura, nunca habían recibido atención médica, porque cuando les íbamos a administrar una inyección por vía intramuscular, te abrían la boca. Ellos ladeaban la cabeza cada vez que salían del hospital; ese gesto de agradecimiento no lo olvido”.
Y mientras todo ello ocurría en Paquistán, Fidel, desde La Habana, estaba pendiente de la salud y de la proeza de aquellos héroes, a quienes llamó ángeles.
“Cuando llevábamos 11 días en el campamento, volvió a temblar la tierra, y pasados 10 minutos Fidel estaba llamando para interesarse por el estado de cada uno nosotros.
“Los hospitales eran casas de campaña porque así lo había indicado el Comandante; no podíamos estar en edificios para proteger nuestras vidas. Hubo días en que la temperatura bajó a 7 grados bajo cero. En la noche dejábamos un cubo de agua normal y en la mañana ya se había convertido en hielo. Todavía me pregunto cómo pudimos soportar tanto frío, tantas situaciones extremas.
“Fidel nos lo dijo: ‘Valdrá la pena cualquier sacrificio’. Soy una convencida de que la solidaridad tenía alas en Fidel”.
FIDEL, HOMBRE GRANDE
Encima de los escombros de lo que un día fue un colegio para niños, un pequeño con nociones rudimentarias de inglés, devenido traductor, abraza a un médico cubano. La escena, atrapada en una fotografía, habla de las ligaduras humanas nacidas en el infortunio.
“Fidel nos habló del respeto que debíamos mostrar hacia las creencias y la cultura del pueblo paquistaní y, aunque la barrera del idioma nos puso en aprietos, establecimos con ellos una conexión especial.
“Tarde por tarde, una seño de Jatibonico y yo recibíamos la visita de Chema, una niña de apenas cuatro años, que luego de ser atendida por nosotros, le pedía a su papá que la llevara al hospital para vernos. Regresamos a Cuba y todavía nos seguíamos comunicando por teléfono con esa familia”.
En las remembranzas de la enfermera Osmayda Herrera, están aquellas muchachas paquistaníes que le sirvieron de traductoras todo el tiempo, y que con posterioridad se formaron como médicas en Cuba.
“Ellas fueron imprescindibles en nuestras consultas para intercambiar con los pacientes, y hasta me enseñaron palabras básicas del urdú, su lengua oficial.
“El día que recogimos el hospital de campaña, el pueblo de aquel lugar se puso de ambos lados de la calle; unos oraban, otros nos decían adiós. Casualmente, empezó a llover; ellos decían que aquella lluvia era su dios, Alá, que estaba llorando por la partida de nosotros”. Horas más tarde, alguien contó que, en la multitud, en claro urdú, se escuchó decir: “Después que ustedes se vayan, perderemos algo”; “Cuba, Fidel, hombre grande”.
De Cuba solo sabían que era un país muy lejano, un punto en la geografía del mundo. A Fidel lo vieron en fotos, en la portada de los libros que contenían sus más célebres discursos y que fueron obsequiados a cada brigadista del contingente Henry Reeve durante la partida hacia Paquistán.
“Esos libros y la foto que se hizo Fidel con nosotros el día que nos despidió los conservo aún. Recuerdo que el 31 de diciembre, como él lo prometió, llegó para cada brigadista una copia de la foto que se hizo con nosotros el día de la despidida, allá en La Habana. La foto venía acompañada de una postal y unos dulces. Fue especial ese regalo, especial como casi todo lo que venía de sus manos”.
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