Cuando la luz de aquel rayo iluminó fugazmente la bahía nadie imaginó que en instantes ese mismo resplandor oscurecería todo por días y días: el mar, las casas, los corazones, la gente, el insomnio, la pujanza, el cansancio, la ciudad… la isla entera. Y los truenos que despabilaban el letargo de la tarde del viernes 5 de agosto en Matanzas serían tan solo el presagio de la tormenta que se desataría después. Y estremecerían dolorosamente como nunca… hasta hoy.
Justo a las 6:45 p.m. la descarga eléctrica se “tragaba” sin más el tanque 52 de la zona de Supertanqueros de Matanzas y lo escupía en larguísimas lenguas de fuego que empezaban a devorarlo todo. Desde entonces la tarde se volvió negra y la noche se tiznó de un naranja incandescente que repugnó hasta el aire.
Muy cerca de allí, en Versalles, se sintió todo, tanto que el barrio parecía alumbrarse con las llamas que se avistaban desde el otro lado de la bahía. Lo recuerda así José Luis de Armas y sus letras todavía arden: “Alrededor de las siete pasado meridiano se siente un rayo que iluminó el atardecer que estaba nublado en mi barriada de Versalles. Al poco rato se ve una bola de humo negro que se levanta sobre el cielo en la zona que llamamos la costa de la zona industrial.
“Un rato más tarde se sentía el trasiego de ambulancias, personal de patrullas, camiones de bomberos…, comenzábamos a preocuparnos por lo que ocurría y sobre las once de la noche ocurre una explosión, que era un llamado de lo que estaba por venir y que iluminaba el cielo de la ciudad. Las ambulancias regresaban hacia el Hospital Universitario Faustino Pérez a gran velocidad y con el sonido de las sirenas que me llamaba la atención. Ya la población estaba informada del peligro al que nos exponíamos, estábamos asustados, fue una madrugada terrible cuando no imaginábamos que lo peor estaba por suceder. Vivimos días de tensión, lo poco que dormíamos lo hacíamos con susto. A simple vista parecía un volcán en erupción, veíamos explotar los tanques y sentimos las brasas de vapor desde una gran distancia. Fue tenebroso”.
Las sirenas anunciaban lo que habían vivido otros y sufriríamos muchos: el incendio del tanque contiguo, las sucesivas explosiones, los bomberos frente a las llamas, el horror, la estampida de los que lograban sobrevivir, el dolor, que ardía más que el fuego, por los que quedaban atrapados…
Con el vapor quemándole hasta el susto lo describía al filo de la medianoche la periodista matancera Yuni Moliner en su perfil de Facebook: “Qué triste. Estaba entrevistando a un trabajador y Odalys Oriol Miranda Suárez me llamó, sentíamos el fuego en la nuca… Solo podía correr, correr, pensaba en mi hija y el fuego más lo sentía quemándome. En eso perdí a Odalys, solo podía correr, casi me tiro delante del camión de bomberos: ¡Ayúdame!, grité y me dijo: ‘Monta’. No sé de dónde saqué la fuerza. Me dijo el hombre: ‘Voy para afuera y regreso, mi hermano está adentro’.
“En la garita teléfono en mano estaba todo el mundo. La secretaria Susely Morfa también tuvo que correr. Ahora tratan de calmarla. Ella dijo: ‘Voy para adentro, aún quedan personas ahí’. Salgo caminando, veo al mismo chofer de la pipa, aún no ha localizado a su hermano”.
Indescriptible sería también lo que estaba por acontecer, como la cortina de humo negruzca que se estiró sobre el cielo y se fue deslizando hasta La Habana, Mayabeque…; el colapso de los dos primeros depósitos; las llamas que engulleron el tercer y el cuarto tanques; el reparto Dubrocq evacuado —tan rápido que en una de las imágenes captadas por los fotorreporteros se ven las ropas dejadas colgando en las tendederas de un balcón—; el humo que contamina y ahoga, incluso, la tristeza de una ciudad que se vuelve coraza y hervidero de las más inusitadas y anónimas heroicidades.
Porque durante cinco días Matanzas ardió en el pecho de Cuba toda y hasta allí llegaron lo mismo un comando de bomberos de Villa Clara, que una brigada de médicos y enfermeros de La Habana, que toneladas de alimentos de Ciego de Ávila o Sancti Spíritus, que las aeronaves espirituanas para ayudar a sofocar el incendio, que campeones deportistas para hacer donativos, que trabajadores por cuenta propia con comida para los familiares de los heridos y de los desaparecidos, que el chofer de un carro particular con un cartel pegado en el parabrisas donde escribió sobre la gratuidad del traslado para el personal de salud y los pacientes, que venezolanos y mexicanos con una entereza tan desafiante como el fuego mismo y sintiéndolo literalmente en su propia piel.
Se prendieron, como siempre, las brasas de la solidaridad. Porque a quién no se le doblegó también el pecho ante una ciudad insomne, ante aquellas imágenes dantescas de la candela amenazando por todas partes, ante los brazos vendados de los bomberos y aun así subiendo al carro para plantarle hasta la vida al fuego, ante el rostro agotado de los médicos y parados delante de una y otra camilla, ante el dolor —que nadie podrá sofocar— de aquellos que todavía esperan porque encuentren a los suyos.
Y en medio de tanta desgracia uno siempre se aferra a esas chispas de sensibilidad que en horas tan aciagas vienen a ser lo más parecido a estar vivos. Lo saben quienes durante tantos días le han puesto el pecho a la muerte. Y cuelgan de aquel carro de bombero el dibujo de un pequeño donde se lee #FuerzaMatanzas o los que han enjugado las lágrimas ante la pregunta del niño evacuado de Dubrocq sobre si habían hallado a su perro o los rescatistas que se ven salvando hasta los animales que lograron sobrevivir.
En medio de tantas oscuridades ningún día ha sido tan luminoso como aquel en que el humo empezó a ser blanco hasta que, al fin, se hizo luz el pasado 10 de agosto, cuando las noticias confirmaban lo que todos ansiaban escuchar: el incendio está controlado.
“Esta es una verdadera proeza —reconocía Miguel Díaz-Canel en reunión con las autoridades—, si no hubiera sido por ella se hubiera perdido la Base de Supertanqueros. Trabajo corajudo”.
Heroísmo… de todos, desde todos los flancos, con chalecos o sin ellos. A pecho descubierto ante sus propios miedos. Quedan, por ahora, muchísimas cenizas. Las vistas de lo que se han tragado las lenguas de fuego vuelven a quemar hasta el alma: las estructuras calcinadas; los carros que quedaron atrapados y casi derretidos; los suelos negruzcos; el hollín que se pega en los cristales y en los rostros y que pocos podrán, por el momento, sacarse de adentro; la bota quemada y abandonada entre aquellos muros, símbolo de las pérdidas más irreparables… Resta, acaso, una tarea tan titánica como la lucha descarnada contra el fuego: identificar a quienes lamentablemente los extinguieron las brasas.
Y por mucho tiempo aún la brisa de la bahía traerá de vuelta el olor revuelto de tantos gases juntos, el humo que se crispa y se levanta como si fuese a evaporarlo todo, el silencio roto por el aullido de tantas sirenas, la tristeza que para algunos no se apagará jamás. Cinco días, 120 horas ardiendo y luchando contra el fuego. Matanzas acaba de resurgir, como Cuba toda, de entre las llamas.
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