Habían sembrado un cabaré en medio de los Campos Elíseos; la noticia corrió de boca en boca, de diario en diario. Lo bautizaron Plantation, y entre quienes hicieron la interminable cola en una noche parisina de 1931 para disfrutar de los “doctores en ritmos que son los músicos de don Azpiazu”, como los calificó después, estaba Alejo Carpentier.
Aquel hombre de oído severo y entrenado se quitó el sombrero, particularmente, ante el trinitario Julio Cueva Díaz, “uno de los mejores trompetas que andan por el mundo”, que “ataca notas agudísimas, marcando el ritmo con el cuerpo entero”.
No sería la primera vez que el Premio Cervantes escribiera de las ejecuciones reales y maravillosas del espirituano. Acudiría, también, al cabaré La Cueva, negocio redondo abierto en 1934 por un cubano que intentaba hacer fortuna a orillas del Sena, a costa del ya reconocido músico en Europa, “admirable trompeta, cuyo instrumento se permite acrobacias insólitas”. Pero, ¿de dónde salió ese artista, que ahora dirigía una orquesta, con el piano a cargo de Eliseo Grenet, autor de ¡Ay!, Mama Inés?
DE TRINIDAD A LA HABANA
Julio Cueva no se cansó de repetir que vino al mundo el 12 de abril de 1897 en la calle Gracia, en Trinidad; su inscripción de nacimiento dice que ello ocurrió el 16 de ese propio mes, investigó la ensayista y poeta Dulcila Cañizarez, biógrafa del instrumentista y compositor.
Cuatro días más, cuatro días menos no hacen la diferencia en la historia del músico, quien casi desde que abrió los ojos vendió latas de agua y cuyo destino cambió cuando visitó la ciudad una banda infantil de música de Cienfuegos, que recorrió las mismas calles por donde el muchacho se ganaba unos quilos pregonando agua.
Ese día Julito llegó a su casa con la noticia de que sería músico, más exactamente, pianista; a Josefa, su mamá, se le vino el mundo abajo. ¿Dinero, para un piano? Ante la imposibilidad de adquirirlo, la abuela Candelaria, que lo matriculó en la Escuela Municipal de Música, le compró el único cornetín que existía en Trinidad y llevó de su mano al muchacho hasta el maestro José Manuel Lombida, quien le enseñó el abecé de la trompeta.
Desde su debut en la banda infantil de la localidad en 1910, hasta su partida hacia La Habana a finales de 1928, su crecimiento profesional como instrumentista y compositor resultó notable. En ese lapso, integró la Banda Municipal de Santa Clara (1915-1923), la de Cienfuegos apenas unos meses y dirigió la de Trinidad (1923-1928), donde, además, formó parte de la orquesta típica de un tío y fundó otra de ese formato.
Precisamente, en la década del 20 demostró que no era segundo de nadie a la hora de componer música popular; hecho verificado en sus guarachas, sones, tumbaos guajiros, canciones, montunos y danzones, motivados por acontecimientos de actualidad, escenas cotidianas, personajes trinitarios…
Con gracia criolla, retrató musicalmente a Trina, la vendedora de dulces (Dos cosas pa’ tomar con leche) y el pleito armado en la sastrería de Pedro Marín, quien, en medio de la bronca, exclamó asustadísimo: “¡Con mis tijeras no!”, frase que le serviría de título a una pieza. No obstante, entre todas sus composiciones, sentía inclinación especial por El golpe bibijagua y Tingo talango, confesó la sobrina Caridad Hurtado Cueva a Dulcila Cañizarez, quien describió el itinerario del trompetista en la capital cubana, adonde arribó con su esposa Felicia en diciembre de 1928.
LA HABANA-NUEVA YORK
—Cueva, Moisés necesita verlo mañana a las tres de la tarde, le anunciaron a un mes aproximadamente de permanecer en La Habana.
Para la fecha, ya había firmado un contrato, que amparaba sus presentaciones con una orquesta en el teatro Campoamor.
Al día siguiente, a la hora exacta, tenía enfrente a un hombre con cara bonachona. Era el mismísimo Moisés Simons, el creador de El manisero, estrenado hacía pocos meses por Rita Montaner. Ni por un segundo el trinitario vaciló ante la propuesta de integrar la orquesta, liderada por el cubanísimo pianista, del Roof Garden del hotel Plaza, con un tentador contrato.
Allí trabajó durante año y medio, como lo expuso en sus apuntes autobiográficos. Otra grata nueva lo sorprendería: la invitación de Justo Azpiazu de sumarse a su orquesta del Gran Casino Nacional, sueño que había acariciado desde Trinidad.
En marzo de 1931, esa agrupación viajó a Nueva York para actuar en los circuitos Paramount y RKO; ese año se estrenó el Empire State Building —por cuatro décadas el rascacielos más alto del mundo—, y el día de su inauguración tocó la orquesta de don Azpiazu, con Julio Cueva en la trompeta, en el piso 86.
La estancia por ocho meses de la orquesta en el país norteño significó el primer gran momento del son y la música cubana, en general, en los Estados Unidos, en opinión del investigador y escritor Radamés Giro. De retorno a La Habana, regresaron a la escena del Gran Casino Nacional; más tarde, abordaron un buque hacia Europa.
MÁS ALLÁ DEL CONTINENTE VIEJO
1931. París se embriagaba de tango y jazz, hasta que cierto día el teatro Apolo anunció en cartelera: “Don Azpiazu et son Orchestre Cubain, prometedor de las más encantadoras novedades”. Irrumpía el son en la Ciudad Luz, y protagonista de aquella historia cultural también era Julio Cueva, como lo hizo notar Carpentier en la crónica “El alma de la rumba en el Plantation”.
De Francia, partieron a Bruselas, Bélgica; luego actuaron en Londres. Concluidas las presentaciones en el teatro Lester Square, de la capital británica, don Azpiazu retornó a Cuba; pero el trinitario continuó su travesía europea. En marzo de 1933, volvía a las orillas del Sena e integraría el Snow Fisher and his Harlomarvels, conjunto encabezado por el baterista afronorteamericano Snow Fisher, que actuaría, además, en Berna, Suiza.
Después, hizo las maletas rumbo a España, donde se presentó por extensa temporada, hasta que recibió la oferta de ser la figura central del cabaré La Cueva, llamado así en honor a su nombre, en la capital parisina. De Madrid, se llevó a varios músicos, entre ellos a Eliseo Grenet, para sumarlos al nuevo proyecto.
“El tango ha perdido gran parte de su boga”, apuntó el autor de El reino de este mundo. Pero no solo Carpentier les prodigó elogios. Más de un titular se ganaron las presentaciones de los artistas caribeños, que destilaban cubanía de la primera a la última nota tocada por Julio, quien, una vez finalizado su contrato con el cabaré, formó parte de varios elencos que viajaron a Libia, Túnez, Portugal y El Líbano. Al volver a Francia en 1934, no salió del puerto de Marsella.
—Sigo para Madrid, dijo resueltamente.
Cueva había aceptado un contrato como director de orquesta de un cabaré en la capital española.
MÚSICA BAJO TIROS
El trinitario tuvo a sus pies a Madrid, Gijón, Bilbao. Cuando estalló la Guerra Civil Española, cuyo detonante resultó el golpe militar del general Francisco Franco el 17 de julio de 1936, el artista era miembro de una orquesta de valencianos en el teatro La Zarzuela.
Hacía tres meses que había ingresado en el Partido Comunista Español. Su esposa le suplicó retornar a Cuba; pero “yo no podía explicarle los motivos para no ausentarme de España en esos momentos. Entonces ella me contestó de que, si yo no me iba con ella, tampoco se iba y se quedó a mi lado durante los tres años que duró la guerra”, aseguró en su reseña autobiográfica.
Primero intervino en la batalla de Madrid, luego recaudó fondos para el frente republicano, y poco después vistió de combatiente, con el fusil en la mano y la trompeta a su espalda, en lo que sería la División 46, comandada por el cubano Policarpo Candón y que integró, además, Pablo de la Torriente Brau.
Esa fuerza republicana contaba con una banda de música, compuesta por más de medio centenar de profesores y al mando de esta, desde su fundación, estuvo el capitán Julio. La agrupación musical participaría en el recibimiento en el cuartel de Alcalá de Henares a los asistentes cubanos al Segundo Congreso Internacional para la Defensa de la Cultura (1937), entre ellos Nicolás Guillén, Alejo Carpentier y Juan Marinello.
No obstante, bajo el bombardeo de la aviación enemiga, del fuego cruzado de la artillería, también permaneció Cueva Díaz. Quizás, el estremecimiento mayor le llegó cuando su trompeta tocó, lloró silencio en la despedida de su compañero Pablo de la Torriente, en Majadahonda. Se tiraron tres salvas —relató el propio Julio—, y a seguidas, el Himno Nacional sonó bravío en la trompeta del músico.
Poco más de dos años y medio después, el 1 de abril de 1939, la dictadura franquista vencía la resistencia republicana. Otra odisea comenzaba para el trinitario, quien, como otros cientos combatientes internacionalistas, pasó a Francia, donde estuvo internado en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer; su compañera se encontraba en otro.
—¡Julio Cueva, con sus maletas! ¡Preséntese en la dirección!, le advirtieron al cabo de 78 días de encierro.
A bordo del vapor inglés Órbita, partió rumbo a La Habana. El 6 de mayo de 1939 divisó, por fin, el torreón del Morro. Otra historia estaba por comenzar.
Este es el tipo de periodismo a que aspiro a leer,entretenido e instructivo sin exceso de propaganda,que por muy bien escrito que este un articulo,lo convierte en un panfleto.Con UD,periodista,me entero que el Tingo Talango,tumba antonio,que mi amada abuela me cantaba en mi ninez,era de esta gloria trinitaria.A eso aspiro, a que se de a conocer,sin prejuicios ideologicos a todos los que dieron y dan gloria a mi querido Sancti Spiritus y que por una razon u otra permanecen en el olvido.El alma de los pueblos se alimenta de su historia