Desde 1992, Cuba presenta cada año ante la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU) el informe sobre el bloqueo económico, comercial y financiero de Estados Unidos contra la Isla, que se mantiene inalterable debido a la política genocida de hace más de 60 años contra la mayor de las Antillas, y que irrespeta la voluntad de la inmensa mayoría de los países que votan en el organismo internacional a favor de que cese.
El canciller cubano Bruno Rodríguez Parrilla presentó recientemente en La Habana, ante la prensa nacional y extranjera, el documento titulado «Necesidad de poner fin al bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por los Estados Unidos de América contra Cuba» sobre los principales daños ocasionados de agosto de 2021 a febrero de 2022, y que revela pérdidas por tres mil 806 millones de dólares (USD), cifra récord para siete meses.
Este miércoles y jueves, Rodríguez Parrilla presentará por trigésima ocasión en la Asamblea General ese informe, el cual constituye una prueba de que ese asedio es el elemento central que define la política de EE. UU. hacia la Isla, recrudecida durante la administración del presidente Donald Trump y que el actual gobierno de Joe Biden mantiene sin cambios.
Tal guerra económica sigue el legado del memorando del Vicesecretario de Estado, Lester D. Mallory, del 6 de abril de 1960 que perseguía “provocar el desengaño y el desaliento mediante la insatisfacción económica y la penuria (…) debilitar la vida económica negándole a Cuba dinero y suministros con el fin de reducir los salarios nominales y reales, provocar hambre, desesperación y el derrocamiento del gobierno”.
Para lograr esos fines el presidente John F. Kennedy decretó el bloqueo total el 3 de febrero de 1962, como parte de la llamada Operación Mangosta de finales de 1961, que significó un plan maestro de acciones terroristas y de campañas subversivas de todo tipo para dar el pretexto de una presunta crisis interna y llevar a cabo una invasión directa.
Desde entonces las administraciones estadounidenses han mantenido o incrementado las acciones que persiguen la asfixia económica. En 1992 aprobaron la Ley Torricelli para impedir totalmente el comercio de subsidiarias con la antilla Mayor e imponer sanciones a los barcos extranjeros que la visiten.
En marzo de 1996 fue firmada la Ley Helms-Burton, y desde 2019 el entonces mandatario Trump decidió aplicar su capítulo III, que extiende medidas y altas multas contra terceros países, empresas y bancos que comercien con el gobierno cubano, además de incluir 243 medidas adicionales de presión y llevar nuevamente al país a la espuria lista de los que apoyan el terrorismo.
No obstante, el cerco hace valer su hoja de parra que funciona cada vez que el país del Norte necesita enarbolar alguna flexibilización en el campo de las medicinas, bajo licencias casi siempre demoradas por la máquina burocrática aunque se trate de urgencias para salvar la vida de enfermos, y desde la década de 1990 permitió la compra de alimentos al contado y sin facilidades en bancos estadounidenses.
El actual ocupante de la Casa Blanca, Biden, lejos de manifestarse por el cese de tal hostigamiento que no dio resultados como declaró cuando era vicepresidente durante el mandato de Barack Obama, incrementa prácticas similares contra Venezuela, Nicaragua, Irán y Corea del Norte, entre otros que no se pliegan a sus designios.
En un complejo escenario mundial, nuestra nación librará y ganará otra batalla moral y política al presentar una vez más ante la Asamblea General de la ONU el informe contra el genocida bloqueo, en el que se detalla la incesante persecución por parte del gobierno de Estados Unidos contra las transacciones financieras que involucran a Cuba y que han afectado prácticamente a todos los sectores de la economía.
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