Se desploma el cielo en cenizas, dice desde el portal de su casa una anciana octogenaria que nada pudo hacer con sus tijeras de cortar trombas y malos augurios. Aquella descarga eléctrica del viernes 5 de agosto cayó como raíl en punta sobre el tanque 52 de la zona de Supertanqueros de Matanzas. Justo a las 6:45 p.m., se desató un incendio de grandes proporciones, que pudo ser extinguido una semana después, con el doloroso saldo de 16 personas fallecidas, más de 140 lesionados y cuantiosos daños en la infraestructura de la instalación industrial.
¿Quién cuenta en palabras lo que se vivió entonces? Las llamas, los 1 000 y 1 500 grados de temperatura que calcinaron todo, hasta el aire. Caían de bruces sobre la tierra hirviente las grandes estructuras de hierro; las largas tuberías serpenteaban con mil dobleces. De repente, un ruido sordo, la primera explosión, la lava que corría descalza, que se hacía jirones.
Y cerca de las brasas de aquel infierno, la gente con sus voces sofocadas, el hollín lloviendo sobre la frente, los ojos, la nariz; los bomberos asidos a las mangueras de agua para enfriar el segundo supertanquero, los carros cisternas en un viaje y otro y otro más. Cuentan que los volantes casi quemaban las manos de tanto calor. Así lo contó Manuel Tápanes, uno de los choferes, a un periodista horas después del colapso.
“A todos esos bomberos que intentaban enfriar el segundo tanque les di agua fresca para tomar y echarse por arriba; el vapor que había era horrible. Acabada el agua en la pipa, retornaba hacia la base de bomberos en busca de más. En el retorno sentí el estruendo. Todo se iluminó con los muchachos dentro”.
Nadie arranca de cuajo esa última imagen, ni muchas otras. Compañeros heridos; carbonizadas casi las espaldas, las manos, los rostros, las gargantas. Y es que, a cada minuto, allí nació un héroe; algunos de ellos conocidos por Ariel, el chofer del lada verde particular que se paró frente al hospital Faustino Pérez, de Matanzas, y trasladó a los familiares a sus casas noche y día, sin cobrar un centavo.
En una ocasión, narró a una colega, “me levanté y salí. Fui al Servi Bellamar a serviciar gasolina, rellené y al pagar, el dependiente me dijo: ‘Usted no es el que está trasladando a las personas. No, no, usted no paga aquí’”.
Otro día Ariel recogió a una señora que le dijo estar esperándolo hacia un rato porque sabía de su gesto humano. Al bajarse, dejó un sobre con dinero en el asiento. “Eso es para la gasolina; es lo que puedo aportar”.
Blanca es el alma de esta mujer, blanca es el alma de Ariel, blanca es el alma del pueblo que rindió tributo a los desaparecidos en el siniestro de la Base de Supertanqueros de Matanzas. Blanco es el pecho de aquella señora de ojos verdes que justo en el Panteón de los caídos, se le vio con la mirada perdida en el arcoíris que a esa hora precisa nacía, caprichosamente, al otro lado de la ciudad.
Gloria eterna a esos caído en el siniestro a esos bombero k todavía cuba los llora