A fuego lento los expertos han cocido e, incluso, descosido, el proyecto de la Ley de Comunicación Social. Para algunos ha sido una torcedura de la norma jurídica antes de venir al mundo; para otros, no, y he aquí una de las tantas razones: desde los primeros bocetos del instrumento regulatorio —no con el rango de ley— hasta hoy, el sistema político elevó a las más altas cotas posibles el valor de la comunicación social como recurso estratégico y pilar esencial de la gestión del Estado y del Gobierno.
De un modo u otro, tal jerarquía —apreciable en documentos rectores— recaló en la concepción general del proyecto, que, en opinión de muchos, sería pan comido para los diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular en diciembre, si consideramos, por un lado, que a sus manos llegó la versión 33 de la futura norma y, por el otro, el proceso de consulta, que incluyó la publicación del anteproyecto a mediados de julio del pasado año en los sitios del Parlamento, del Ministerio de Justicia y otros, como Cubadebate, de gran audiencia entre los internautas.
Mas, nada de mero trámite. Cuando apenas iniciaba el X Periodo Ordinario de Sesiones del ente gubernamental en su IX Legislatura, trascendió la decisión del Consejo de Estado de posponer la discusión del documento jurídico, en respuesta a la solicitud de varios legisladores que pidieron más tiempo para el debate de los preceptos de la ley, primera de su tipo en Cuba.
Y la postergación, como era predecible, le echó leña al fuego del debate acerca de la necesidad de la norma, de por sí, polémica, que ha encontrado desde quienes le construyen un monumento gracias a su alcance; los que la miran con ciertas dudas, entre otros argumentos, por su novedad, y hasta los clásicos francotiradores, emboscados casi siempre a la espera de alguna otra legislación o medida adoptada por Cuba, para luego ponerla en el colimador, sobre todo en las plataformas digitales.
Andar en dimes y diretes no ayuda al logro del consenso; debatir y participar con argumentos, discrepar y proponer desde la sinceridad nos eleva como ciudadanos y habla de una cultura del diálogo.
Probado está que ninguna legislación llega, en su primera versión, de la mesa de la comisión redactora y aterriza en paracaídas en la de los diputados, y la Ley de Comunicación Social no constituye excepción entre la regla. La prueba la hallamos en que el articulado original de la número 32 fue enriquecido de modo indiscutible, al quedar modificado el 79.71 por ciento de este en lo referido al contenido y forma.
¿Quiénes fueron los autores de esta sacudida telúrica al anteproyecto que también leímos y releímos en la Redacción de Escambray? Además de la participación directa de la academia y de las organizaciones profesionales como la Asociación Cubana de Comunicadores Sociales y de la Unión de Periodistas de Cuba, y el resto de la ciudadanía, que tuvo la posibilidad de intervenir en la construcción colectiva a través de los sitios web institucionales y de correos electrónicos habilitados para esos propósitos.
Por tanto, hablar de “secuestro” de la ley, con el malsano interés de sembrar esa matriz de opinión en los públicos, es una falacia que se cae por su propio peso. Incluso, más de un medio digital —de esos que le chupan el billete verde al contribuyente estadounidense—, empeñado en buscarle la pelusa de la contrapelusa a la ley, refería en julio del 2022 que la propuesta legislativa por fin era lanzada al ruedo de la opinión pública.
Que una norma de este carácter —sin precedentes en el catálogo legislativo de la isla caribeña— azuce la polémica, es comprensible. Era de esperar, también, que devendría blanco de los fundamentalistas; variante genética de los ornitorrincos, que le fueron arriba al texto jurídico con sus espolones venenosos, al saberlo acoplado directamente con la Carta Magna, como si en Copenhague, Berlín o Moscú las leyes anduvieran de espaldas a sus respectivas Constituciones.
Quizás uno de los contenidos más controversiales de la propuesta de ley lo constituye el visto bueno dado a la publicidad y al patrocinio de actividades, productos y servicios de diversas instituciones y entes públicos, privados e, incluso, organizaciones científicas, culturales y deportivas, etc.
Esa malquerencia, varada en el pensamiento más rancio y dogmático posible, se aleja de lo que ocurre en el día a día del país, disímiles entes recurren a la publicidad con el empleo de diversas plataformas comunicativas; práctica no regulada todavía y que clama pautarse con urgencia.
Mirado así, el proyecto salda una deuda con la cotidianidad, no por una visión paternalista y tolerante, sino por corresponder con la actualización del modelo económico y social cubano, transformación que ha generado, de hecho, el desarrollo de la publicidad al margen de la ley. Pero, lógicamente, el soltarle oficialmente las velas a esa modalidad de la comunicación social tiene sus límites, definidos por las regulaciones establecidas.
Esta certificación a la publicidad y al patrocinio levantó, igualmente, de los asientos a unos cuantos por erigirse en una de las posibilidades de financiamiento para los medios fundamentales de comunicación social; decisión audaz, que de ninguna forma implicará, por ejemplo, que Escambray, Granma o Cubavisión besen las manos de la propiedad privada.
Por lo que he leído y escuchado, las preocupaciones generadas por esa autorización —sanas en algunos casos y malsanas en otro tanto— parten de un mal de fondo: una lectura ligerísima del proyecto de ley en lo relativo a la gestión económica de los medios de comunicación social en el ámbito mediático o, en la peor de las situaciones, ni siquiera ello; es decir, es una antipatía nacida a partir de lo que dijo de otro sobre el asunto y no de la revisión concienzuda del texto, actitud, cuando menos, censurable.
Con todas sus letras, el artículo 36, en su apartado 1, expone que los medios fundamentales de comunicación social se financian esencialmente por el presupuesto del Estado o por el de las organizaciones políticas, sociales y de masas correspondientes. Estos medios —declara a seguidas el apartado 2— se financian además, previa autorización de su propietario, por los ingresos generados mediante la comercialización dentro y fuera del país de su producción y patrimonio comunicativos, la venta de servicios y espacios de publicidad, el patrocinio, las donaciones y la cooperación nacional e internacional.
El propio artículo no descarta la existencia de otras vías de ingreso; sin embargo, la comisión redactora le encajó oportuna y sabiamente una coletilla al final que debiera tranquilizar a los que tienen preocupaciones legítimas al respecto y a quienes suelen buscarle la quinta pata al gato: las modalidades de financiamiento deberán ser “reconocidas todas legalmente” y podrá recurrirse a estas “siempre que ello no comprometa el cumplimiento de su función social de servicio público”.
Recuérdese, además, que ninguna legislación puede cantar más alto que la ley de leyes, la cual preceptúa: los medios fundamentales de comunicación social —de impronta estratégica para la construcción del consenso nacional— son de propiedad socialista de todo el pueblo o de las organizaciones políticas, de masas y sociales, y no pueden ser objeto de otro tipo de propiedad.
Enhorabuena, a fuego a vivo está el debate alrededor del proyecto de la Ley de Comunicación Social; no asombra porque la comunicación resulta casi tan vital como el agua, de la que, por cierto, viven también los ornitorrincos. Y del veneno que sueltan estos animalejos por los espolones ya estamos inmunizados.
No se si la ley se cocina a fuego lento,pero la censura a algunas opiniones si la cocinan a todo vapor
El tema de la alimentación también está a fuego muy lento, yo diría más bien que crudo…