El sábado 3 de junio a Katiuska Carrero se le unió el cielo con la tierra. Mientras su niño de nueve años Andrew jugaba a las bolas con unos amiguitos frente a la casa —en una calle prácticamente desierta a un costado de Cabaiguán—, una carreta con una pipa de agua dio marcha atrás y le destrozó el pie izquierdo. Aturdida por el impacto del accidente y el dolor de su pequeño, ella no pudo imaginar entonces que la angustia apenas comenzaba.
“Nos fuimos para el hospital, le limpiaron la herida, lo inyectaron para aliviarlo, le pusieron suero y lo remitieron para el Pediátrico de Sancti Spíritus”, relata ahora un poco más calmada, medio año después de aquel día fatídico, cuando, aun siendo doctora, no supuso que resultaría tan complejo salvar la extremidad de su hijo.
Inicialmente, pensó en la posibilidad de una cirugía común y luego rehabilitación, sin jamás calcular la gravedad real de una situación que prolongó el ingreso por más de tres meses y medio e implicó toda la pericia de un equipo médico multidisciplinario que no se dio por vencido hasta esquivar lo que parecía inevitable: amputar la extremidad de su pequeño.
LOS MOMENTOS MÁS DIFÍCILES
Después de la cirugía inicial de urgencia, que se extendió por más de dos horas, con los huesos ya en su lugar y la hemoglobina en parámetros aceptables luego de una necesaria transfusión, los momentos más difíciles parecían quedar atrás para Andrew Hernández y su familia.
“Hicimos lo que tenemos protocolizado para estos casos. La lesión inicial no se consideraba tan compleja, era una herida con un hueso fuera de lugar. Pero, al otro día, en el pase de visita nos llamó la atención que fue por aplastamiento y por experiencia sabíamos que se iba a necrosar”, recuerda el doctor Eduardo Rodríguez Mursulí, jefe del servicio de Ortopedia Pediátrica en la provincia.
Y, en efecto, enseguida el área dañada comenzó a cambiar de coloración porque la piel y el tejido empezaron a morir. Cubierto con antibióticos, cada dos o tres días se le realizaban las curas bajo anestesia en el salón para eliminar el tejido putrefacto. Y, como consecuencia, el pie terminó prácticamente en el esqueleto óseo, con músculos, nervios y tendones expuestos, en una imagen que aún hoy resulta difícil de asimilar.
Lograr la granulación resultaba entonces imprescindible para evitar el colapso de todas esas estructuras y salvar definitivamente la extremidad de Andrew: “El niño se fue deteriorando, ya había cierto peligro para la integridad de él y los médicos siempre nos decían: ‘Es un niño, no es un pie, hay que mantener primero la vida’. Batallaban, buscaban opciones, llamaron al servicio de Cirugía Estética y Quemados del Hospital Provincial, al Centro de Ingeniería Genética, se reunían con nosotros, nos explicaban. Siempre fueron muy claros”, asegura Katiuska.
En una verdadera carrera contrarreloj, el equipo de galenos realizó consultas a experimentados colegas de otras provincias y efectuó coordinaciones con prestigiosos hospitales de la capital del país, pero invariablemente todos coincidían en la misma recomendación: trabajar con ese pie así sería como arar en el mar, no existían posibilidades ni quedaba más opción que amputarlo.
“Nosotros nos planteábamos la disyuntiva, decíamos: si hemos luchado tanto ahora tomar una conducta radical, más en un niño, es muy difícil porque le podría traer graves consecuencias sicológicas y limitaciones para su vida futura, pero en esas condiciones hacer el injerto de piel que necesitaba se hacía imposible. El equipo buscaba ideas todo el tiempo hasta que se nos ocurrió probar con algunos medicamentos biotecnológicos que hasta ahora no se encontraban protocolizados para la edad pediátrica”, rememora el doctor Eduardo.
Luego de las consultas de rigor y con la firma del consentimiento informado de la familia, comenzaron a aplicar estos fármacos, sin desalientos, pero con muchas interrogantes hasta que el avance en la proliferación del tejido se hizo evidente.
“Este era un caso bien complicado. Fuimos a evaluarlo varios doctores y residentes de nuestra especialidad. Tenía una pérdida importante de tejido. El injerto de piel, que es el proceder más sencillo que realizamos, no funciona cuando hay estructuras expuestas —tendones y huesos, en el caso de este niño—. En un primer momento le realizamos injertos libres a todo el pie, aun cuando sabíamos que en esas zonas no iba a prender”, cuenta Ernesto Lorenzo Martín, especialista en Cirugía Plástica y Caumatología del Hospital Provincial.
Aunque no resolvió completamente la situación, esa cirugía cubrió parte del área dañada y al menos durante unos días protegió las estructuras vitales para preservar la extremidad. El caso se dificultaba precisamente porque implicaba un área muy amplia del dorso y la planta del pie, que se encontraban en carne y hueso vivo.
Entonces, llegó otro momento memorable y arduo en el tortuoso camino para salvar los pasos de Andrew: “Realizamos un colgajo cruzado de pie, tomamos piel de la extremidad sana y tuvo que permanecer 21 días con las piernas cruzadas. Ese colgajo se fijó sobre tejido injertado previamente y la circulación que tenía que nutrirlo ya no era igual que cuando se realiza sobre un tejido sano. Luego practicamos un segundo tiempo quirúrgico para desconectar el colgajo del sitio donante y en la extremidad sana también necesitó injerto con el objetivo de evitar infecciones, por razones estéticas y de funcionalidad. Practicamos tres procederes quirúrgicos solo de nuestra especialidad. No hubo complicaciones, pero fue un proceso muy largo y complejo”, recuerda el doctor Ernesto.
Todo cuidado parecía poco entonces, mientras el pequeño permanecía enyesado y casi momificado durante tres semanas sobre una cama porque con un mínimo movimiento se podía perder el resultado: “Él es un niño, pero se comportó muy bien, cooperó mucho, no podía virarse y se mantuvo en la misma posición, bocarriba, sin poder sentarse ni moverse. Él se quería quedar bien”, comenta la madre todavía afligida por los recuerdos.
Aunque durante la prolongada hospitalización permaneció en un cubículo aislado y climatizado en la sala de Cirugía —con las mejores condiciones posibles—, la familia se mantuvo de un estrés en otro porque su niño se debilitaba, la hemoglobina y las proteínas le bajaron, perdió 6 kilogramos de peso, golpeado por el encamamiento, el estrés y todas las agresiones padecidas.
“Lo atendió un nutriólogo —cuenta la madre—, le indicaron suplementos de proteínas y carbohidratos que el mismo Pediátrico nos facilitó; también le daban leche, jugo, helado, le reforzaron la dieta con pollo y carne de res, huevo en el desayuno, yogur, una merienda extra a media noche, le dieron todo lo que necesitaba”.
LAS ALAS PARA VOLAR
De tez morena y ojos hermosamente expresivos, a pesar de tanta adversidad inesperada en su principiante camino, este niño se mantiene alegre, positivo, le encanta divertirse y sueña con volver a montar bicicleta y jugar pelota con sus amiguitos de la cuadra.
“La visión del ortopédico pediatra es mirar hacia el futuro, trabajar para que ese niño mañana tenga el mínimo de limitación posible, pueda ser socialmente útil y darle las alas para volar. Fueron meses arduos, de muchos retos e incertidumbres, de buscar soluciones. Pero valió la pena el desvelo del equipo multidisciplinario, desde los médicos y las enfermeras hasta los compañeros de Biotecnología con sus valiosas opiniones, y las auxiliares de limpieza que mantenían ese cubículo impecable. No nos rendimos nunca y nos queda la satisfacción de que el resultado final fue el que deseábamos”, sintetiza el doctor Eduardo.
Cuando ocurrió el accidente, Andrew estaba a punto de terminar el cuarto grado y en un pase intermedio le aplicaron los exámenes finales. Todavía no va a la escuela, pero ahora las maestras de quinto grado vienen a la casa y le dan clases dos días a la semana, hasta que se pueda incorporar.
Mientras permanecía ingresado, para contentarlo, los padres le organizaron hasta un cumpleaños y le llevaron a sus hermanas porque la más pequeña, con apenas cinco años, sufría demasiado tanta separación familiar: “Fue duro también para mí dejarla atrás ese tiempo. No tengo a mis padres, pero sí buenos vecinos, una tía, mi esposo, mi suegra, todo el mundo apoyó”, comenta Katiuska, siempre pendiente del más mínimo detalle relacionado con su hijo.
¿Cómo aprecia la recuperación mientras transcurre el actual proceso de rehabilitación?
“La fisioterapia la hace aquí en la casa, porque el Chino —el fisiatra— es amistad de nosotros. Los primeros días fueron difíciles, le dolía y tenía mucho temor, lloraba, pero ya después fue perdiendo el miedo. Ahora anda con muletas y camina tramos sin ningún apoyo. Todavía se mantiene el seguimiento médico. Hubo que sacarle un tendón y amputarle el dedo pequeño, pero como está en crecimiento y desarrollo esperan que evolucione bien. Quizás no quede al ciento por ciento, pero sí con una funcionalidad bastante alta”.
¿Y qué valoración tiene la familia de la atención médica recibida durante todos estos meses?
“Estoy más que satisfecha y agradecida de los ortopédicos y anestesiólogos del Pediátrico, de los médicos de cirugía estética y quemados, todos fueron maravillosos con el niño y con nosotros, apoyándonos cada día, dándonos fuerzas, esperanza y aliento porque llega el momento en que uno se deprime y se pone tenso.
“A mi niño no le faltó nada. Estamos superagradecidos con las enfermeras, con el personal del salón, se lo entregaba un día sí y un día no para esas curas tan complicadas y sabía que iba a estar bien cuidado y que ellos lo recibían con mucho amor y cariño, se identificaron con él, tienen una calidad humana tremenda.
“Y Blanquita, la sicóloga, también nos ayudó porque fue mucho trauma para él, tanto tiempo ingresado, con curas, bránulas, catéteres. Llegó un momento que se alteró, lloraba mucho, no dormía y ella lo atendía, nos apoyaba. Mi niño tenía mucha gente detrás, todo el mundo pasándole la mano. Fueron como una familia con nosotros”.
Ellos son nuestros médicos, a pesar de todas las limitaciones. La calidad humana, la sensibilidad, la preocupación constante. Felicidades. Arriba muchachito. Serás Ortopedico. Un beso
El excelente desempeño, profesionalidad y entrega del colectivo multidisciplinario que lo atendió y los trabajadores que intervinieron en la atención del pequeño Andrew Hernández, así como las muestras de cariño y apoyo recibido por este colectivo, de sus padres en primer lugar y de los familiares y vecinos, hicieron posible lo que tal vez por momentos pareció imposible. Sencillamente felicidades a todos y pronta recuperación del infante. Salud para todos.