Para darle cierta rimbombancia informativa, los medios de Miami y su descendencia genealógica anticubana dispersa por el mundo bautizaron con el nombre de “Maleconazo” los disturbios ocurridos en La Habana el 5 de agosto de 1994.
A 90 millas, al norte de la isla, la ultraderecha se frotó las manos como nunca antes. Por fin, la fruta había madurado. Era la fruta madura de la que la habló en el siglo XIX el entonces secretario de Estado John Quincy Adams. Dicen que, en su tumba, el más tarde presidente de Estados Unidos también se frotó las manos por los sucesos acaecidos en la capital cubana.
Realmente, Cuba vivió una jornada inédita, luego del triunfo de la Revolución, aquel viernes 5 de agosto, hace 29 años. Cientos de habaneros protestaban en plena calle: unos viraron contenedores de basura, otros lanzaron piedras. La Policía realizó tiros al aire. Se trataba de un golpe bajo y oportunista al proyecto político cubano, al que no pocos les habían redactado, prematuramente, el acta de defunción.
Por esa fecha, los sepultureros de la Unión Soviética la habían enterrado; habían borrado del mapa geopolítico mundial al gigante euroasiático, que significaba el oxígeno, la sangre del comercio exterior del país antillano.
Por esa fecha, también los apagones constituían regla, no excepción. Escaseaban las medicinas, los alimentos; hasta las latas de almejas desaparecieron de las tiendas. En tal escenario, la máxima dirección del país adoptó las más disímiles medidas; algunas de las cuales, incluso, acentuaban las asimetrías sociales. Ante todo, había que evitar el naufragio de la Revolución.
Recuérdese, además, que previo a los disturbios de 1994 el Congreso estadounidense aprobó en 1992 la Ley Torricelli, de carácter profundamente extraterritorial y cuyas cláusulas siguen vivas como el primer día.
No menos significativa resulta la campaña mediática, urdida por la ultraderecha de Florida, para incentivar las salidas ilegales de la nación caribeña a través del secuestro de embarcaciones.
Todas esas condicionantes mezcladas marcaban, en agosto de 1994, la cotidianidad de Cuba, de La Habana; la ciudad que vio trastocadas sus rutinas por oportunistas y marginales aquel día 5.
Sin embargo, lo más digno del pueblo respondió, lo cual resultó evidente, por ejemplo, en el arribo en camiones a la esquina de Prado y Malecón de decenas de integrantes del contingente de la construcción Blas Roca, uno de los cuales perdió un ojo en el enfrentamiento.
En la calle, había cientos, miles de habaneros. Algunos empezaron a comentar que por ahí venía Fidel, aseguran los cronistas. Casi al instante, tres jeeps, nada blindados, llegaron hasta el centro de la muchedumbre; de uno de los carros, descendió el Comandante en Jefe. Ahí estaba, sin chaleco antibalas; su único escudo, el traje verde olivo de siempre. De pronto, las piedras se esfumaron, y las gargantas se colmaron de una palabra; decenas, cientos, miles de gargantas se colmaron de una palabra: ¡Fidel!, ¡Fidel!
Como señaló el intelectual cubano Roberto Fernández Retamar, al llegar el líder histórico de la Revolución al lugar de los hechos —sin más armas que sus ideas— los disturbios se disolvieron como agua en sal, a orillas del Malecón.
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