Era un día húmedo y agitado aquel glorioso 19 de mayo de 1895. Ya juntos, los hombres de Gómez y Bartolomé Masó deciden enfrentar la tropa española que merodeaba la zona. La tarde antes se había quedado sin terminar la carta del Maestro a su amigo Manuel Mercado, tal como quedara sin terminar el intento de ese mediodía entre los ríos Cauto y Contramaestre, igual que su proyecto de guerra relámpago para evitar la intervención norteamericana.
En la noche anterior y durante toda la mañana se tejieron sueños, se rehicieron estrategias, se apuntaló la táctica. Antes del almuerzo los tres grandes jefes hablaron a la tropa. Martí hizo hincapié en el sacrificio y el valor como principios de lucha. Tal vez esa fue la causa primera de su acto heroico aquel fatídico día, poco tiempo después.
Hubo contacto con la exploración enemiga y se decidió atacar, como siempre nos ha tocado en la historia, en desigual combate. Los españoles superaban en hombres y en toda la logística a los mambises, pero eso nunca fue impedimento, de lo contrario no fuera de glorias nuestra historia.
Los enemigos estaban entre los dos ríos crecidos, al borde de una casona, bien posicionados. Los nuestros se mojan al cruzar la fuerte corriente alimentada por los grandes aguaceros de la tarde anterior; se agotan, pierden formación.
Inicia el combate y se ataca por diferentes flancos; cada jefe con sus hombres. Gómez, con el mando militar en sus hombros, le ha indicado a Martí que ese no era su lugar ahora. Le asigna un escolta, el joven Ángel de la Guardia y le sugiere que se retiren a un lugar apartado.
Luego de horas de intento no hay forma de llegar al enemigo. Las bajas y los heridos aumentan; el parque y las fuerzas van mermando, hasta que, llegado un momento, Gómez ordena retirada. Martí, tan lejos no le escucha, solo ve los nuestros retrocediendo.
Le había hablado a la tropa de valor y sacrificio. Sin dudarlo dos veces insta a su escolta: “Joven, vamos a la carga”. Saca su revólver del que no pudo disparar ni una sola bala; pincha su brioso corcel y parte raudo al cumplimiento de su deber como jefe máximo de la Revolución.
La maleza a la altura de la montura no deja ver dos columnas españolas que estaban de reserva, justo unos metros en la dirección en que salió Martí. Al salir al limpio son blancos fáciles. Pronto su escolta cae herido y el Apóstol es alcanzado por varios disparos.
Va desmayando; la vida se va; camina a la inmortalidad; la gloria llega con las balas; la última ya cuando está totalmente cabeza abajo pasando junto a los peninsulares, entre los que había también algún traidor. El disparo mortal le penetra por la parte trasera del cuello y sale por la base de la nariz.
Cae, al fin, para vivir por siempre. Fue consciente del dulce martirio que significa el deber patrio. Se hizo Apóstol y creció su gloria
Él tuvo la culpa de todo el sufrimiento de tiranos posteriores: los de la España dominante, los de la República dolorosa, los del norte brutal o el sur descarrilado, los de adentro y los de afuera, los de antes y los de ahora.
¿Y nosotros? ¡Ah!, nosotros, los de un presente no tan distante de aquel Dos Ríos, somos su herencia. Rodeados de tantos ríos crecidos y endiablados, nuestros héroes están aquí: en el niño que ríe, el joven que estudia, el adulto que trabaja y el anciano que tranquilo descansa.
De Martí, su espíritu, que empuja para curar cuerpos y almas, levantados definitivamente contra los extravíos del mundo posmoderno, para alzar con fuerza infinita las banderas de la Patria.
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