Mi papá levantaba el mosquitero cada despertar y repartía café a todos. Es el recuerdo más vívido que tengo de mi niñez. El mosquitero levantado, la mano extendida, el aroma del café a las seis de la mañana o antes, mientras en la radio Carlos Puebla sonaba: “Si no fuera por Emiliana/ nos quedaríamos con las ganas/ de tomar café/ de tomar café”. Y seguíamos durmiendo mis hermanas y yo hasta que tocaba ponerse en pie para ir a la escuela.
En la casa vieja, de tabla y tejas, el colador siempre andaba rondando el olor a café. Cualquiera podía llegar y si no había comida para todos, había café. Haydée, mi mamá, ponía una y otra vez el jarro en el fuego de la cocina. Elisa, mi abuela, gozaba siempre con su borra de café, la segunda colada del polvo mágico que tomaba con pan calentado junto al carbón.
Era su desayuno de todos los días. No le gustaban la leche ni sus derivados. Era agua de café bien caliente y pan lo que desayunaba después de desandar la quinta familiar recogiendo los huevos en los nidos de gallina que ella, únicamente ella, sabía dónde estaban en la arboleda.
El café que se ponía a secar en el techo, se tostaba, se molía y un día empezó a mezclarse con chícharos. Pero el café en el centro de todo, caliente, fuerte, amargo. Luego, la cafetera una y otra vez. Los maestros de la escuela donde mami trabajaba y su saludo mañanero o al caer la tarde, el recuento de la vida familiar y del trabajo, daba igual. Los vasos o tazas de café estaban ahí para todos. El café a un clic, diría Reinaldo Cedeño Pineda. El café que une, trae sosiego y paz, conciliación, y “los niños para el cuarto que la conversación es de adultos”.
Años después, en La Habana, cuando el período especial nos llevó casi todo, ahí estaba el café. Con Julia y Hedy Villegas, en Marianao, aprendí a secar la borra una y otra vez, a sacarle la esencia, exprimir cada grano de polvo hasta el cansancio. En la noche más fría que recuerdo, después de caminar desde el Vedado hasta avenida 41 y calle 90, subir cinco pisos, después de un día de trabajo y sin comida, el manjar más sabroso fue boniato cocido y agua de café, la borra hervida por quinta o sexta vez. El café que se juega su prestigio histórico dando color y aroma al ambiente. El café, siempre el guerrero café que nos salva. El café en casa de Pablo Armando Fernández y Maruja junto a Maricel Rodríguez, Teresa, Baby…
En la radio todas las mañanas pregonaba: “Buenos días ciudad. Soy Carlo Figueroa y estoy aquí, café por medio, para hablar de esta ciudad, este país y este mundo”. Desde las seis de la mañana en Radio Ciudad de La Habana sonaba mi taza de café, unas veces con café, otras con agua para no perder el efecto, la imagen que construíamos en Buenos días, ciudad. El café que me costó salir del programa por aquello de “¡hasta cuando Carlo Figueroa va a poner el café a correr por las escaleras del Edificio N!” que pregonó un funcionario que respeto aún después de muerto. El café que me llevó al cine gracias a Julio García Espinosa en su película Reina y Rey, protagonizada por Consuelo Vidal. Primera secuencia: mi voz suena en la radio mientras la protagonista duerme en su casona: “Y estoy aquí, café por medio”.
— ¿Por qué yo, Julio?, pregunté asustado.
— ¿No te has dado cuenta que eres la banda sonora de esta ciudad al amanecer?, dijo el cineasta.
Treinta y seis pesos me pagaron por esos segundos que me costaron el derecho a realizar programas informativos por casi una década y la fama de conflictivo ante el micrófono. El café en el éter, el café que a pesar de todo nos unía desde la realidad o la ficción de los hogares habaneros. El café por medio, el café otra vez.
El café en las tertulias habaneras en casa de Hedy Villegas y Nora Quintana, que nunca pudo ser superado por la pasión por el mate de mi amiga Teresa Díaz Canals. El café en la calle Céspedes 330 norte, en Sancti Spíritus, en casa de Helena Farfán, Ciomara y Enrique. El café, siempre el café que reconforta y saca del alma los misterios de nuestras vidas, las confesiones, las noticias buenas, regulares y malas. El café en las madrugadas de Haciendo Radio en Radio Rebelde. Los vasos de café compartidos, el café que nos hizo amigos, el café aquella noche de 2006 en Bayamo cuando Lázaro Expósito Canto nos llevó a conocer un nuevo asentamiento que había sido un llega y pon. El café de aquella bayamesa humilde que seguía cocinando con leña en plena ciudad. La silla de hierro con una tabla de asiento, el café claro y sincero, cubanísimo.
El café que regalan los amigos, el que enviaba Rafael Bassi y Cecilia Arévalo, Sara Harb, Alberto Abello Vives desde Colombia. El café que aprendí a beber en sus casas, aunque supiera al agua de café de mi abuela, a la borra. El café con aroma de mujer y hombre con que celebra la vida. Sello Rojo que te desvela si lo cuelas a la cubana o a la italiana. El café negro que me dijo que pidiera aquella chica embarazada de 8 meses en Barranquilla, mientras buscaba a toda costa que por mi sangre corriera una dosis suficiente de cafeína para sentirme humano y de ingenuo le pregunto por su licencia de maternidad. El café de Catalina González Nule, el café junto al mar de Cartagena, sentado en las playeras del apartamento de Alberto en el reparto Crespo junto a Rubén Egea Amador. El café con Vilma Gutiérrez de Piñeres en Uninorte FM. El café y Colombia. El café que me trae Daisel García Bello de República Dominicana o España, que me envía Liván mi sobrino/hermano desde Miami.
El café de los recuerdos y las memorias, de los días felices y amargos. El café con los amigos. Aldo Luberta Martínez: “Carlo Figueroa, hermano, otro detalle: Sé que la emoción es grande, pero me sorprende que hayas dejado botar tu café… Gladys Pérez, por si no lo sabes, ¡este hermano nuestro es capaz de matar por una taza de café! Anécdota: 1998. Nueva Gerona, Isla de la Juventud. Estábamos juntos en un evento de radio y nos quedamos en el Hotel La Cubana, frente al parque de Las Cotorras. En el parque hay una cafetería. Una madrugada llegamos de un evento y fuimos al local de comidas: yo, jamaliche de los buenos, pregunté por panes con croquetas; Carlo, por una taza de café. La chica lo miró y le dijo: si usted se toma una taza de café ahora no va a dormir. Respuesta de Carlo: ay, mi niña, si por eso fuera mi estado de insomnio sería perenne”.
El café de mi vecina cuando se lo mandan del norte, el café La Llave, Pilón o Bustelo que vale oro en las calles, el café Hola que no aparece y demora en producirse, que tiene a todo un país con susto. El café que no alcanza y ya no puedes colar cada vez que tocan a tu puerta. El café que ofrezco en cada despertar para iniciar el día en Facebook. El café virtual, como la taza con agua para no perder la facultad de construir imágenes que la radio me enseñó. El café que me cuestionan otra vez. El café que voy a seguir brindando, aunque nos falte, aunque tenga que colar el mismo polvo 10 veces porque sigo viendo el vaso medio lleno y la luz al final del túnel. El café que bebo en la taza que me regaló Guillermina, mi oyente de Agabama, o en la jícara que mi padre me preparó años antes de fallecer para que no olvidara el mosquitero en alto, la casa vieja de tablas y tejas, el agua que lo inundaba todo, los fríos intensos de mi llanura natal.
Bravo 👏👏 me deleitó este café!
Conmovedor! Gracias, Carlo.