Sobrevivió a la Guerra de Vietnam. Fue entrañable amigo de Indira Gandhi, primera ministra de la India. Sirvió como consejero del Servicio Exterior de Cuba en Suiza. Visitó Moscú y otras ciudades europeas. Trabajó 10 años junto a Melba Hernández. Pero el hombre de espíritu aventurero y visión cosmopolita prefirió regresar a Trinidad; a sus raíces, cerca del mar y del Puerto de Casilda.
Y cuando la brisa mece las nostalgias, Enrique Germán Zayas Bringas piensa en su abuelo Pedro, quien viajó a bordo de un barco español como voluntario para combatir a los mambises y el amor de Mercedes lo salvó. Invoca la ternura de su madre y el recuerdo del padre y el tío Liborio, voz prima de Manuel Corona; los lazos de la familia con la del músico Julio Cueva Díaz. Agradece también a su padrino Niceto Ibáñez, capitán de la marina en Casilda, el cariño y la rectitud.
“Mi vida está llena de sorpresas”, anticipa a modo de prólogo mientras sin prisas le acompaño en este viaje por sus memorias. Países y culturas diversas. Estadistas y otras personalidades que lo consideraron amigo. Investigador fitosanitario primero, y de la música cubana después… ¿Cómo recapitular tantas vivencias?
Sugiere —y acepto de buena gana— rememorar su paso por la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas, de donde egresó en 1964 como ingeniero agrónomo. “Cuando triunfó la Revolución muchos profesionales se marcharon del país y se necesitaba potenciar esa especialidad, por la cual me incliné”. Los recuerdos de la niñez correteando por la finca de su padrino en La Pastora influyeron en esa decisión. Ya en la carrera se interesó por la Fitopatología, una rama que estudia las enfermedades de las plantas y cómo curarlas.
El joven profesional graduado con honores es ubicado en la antigua Estación Central Experimental Agropecuaria de Santiago de las Vegas, perteneciente a la Academia de Ciencias de Cuba, con la encomienda de indagar sobre plagas y medios biológicos para combatirlas. La propuesta de formar parte de un grupo de investigación de crímenes de guerra en Vietnam pesó tanto como la advertencia. “Hay un 99 por ciento de no regresar vivo”, le alertaron. “Yo no tengo miedo”, replicó, a pesar del nudo en la garganta.
En 1967, bajo los bombardeos de las tropas norteamericanas sobre Vietnam del Norte, arribó la misión cubana a la nación asiática. Tenía como propósito comprobar los efectos del Agente Naranja, herbicida y defoliante empleado por la Fuerza Aérea Estadounidense para eliminar las hojas de los árboles y que resultó ser uno de los componentes químicos más tóxicos conocidos por el hombre.
“En Hanoi nos recibió el embajador Julio García Olivera. El grupo lo integraban en su mayoría médicos que permanecieron en la capital, pero yo tuve que atravesar el país hasta Saigón, en la parte sur, para recopilar evidencias sobre el daño ocasionado por el defoliante.
“Disfrazado de norteamericano, me adentré en la selva hasta que me detectaron en uno de los pasos por el río Amarillo. La ametralladora estaba emplazada como a 50 metros y no paraba de tirar. Pensé en mi madre. Bueno, mamá, para ti mi saludo.
“Pero en la madrugada siento una voz, ‘Dong chi’, que quiere decir compañero. Cuando me rescataron los vietnamitas, estaba lleno de sanguijuelas. Me dieron a beber agua caliente para que no me intoxicara y dulce de guayaba. Me gusta mucho el azúcar”.
De Vietnam a Cuba; a la Escuela de Ciencias Biológicas como profesor de Microbiología hasta que su amigo, José López Sánchez, nombrado por ese entonces embajador de la India, lo invita a acompañarlo. “Llegué como científico y terminé en la vida política, como consejero y amigo personal de Indira Gandhi”, cuenta sin sombra de vanidad.
“Permanecí en ese país más de seis años. Cultivé una amistad firme con la primera ministra de una de los estados más poblados del mundo. Ella me nombraba siempre por el segundo apellido, Bringas. Estuve entre las personas que recibieron a Fidel Castro durante su visita a esa nación”, rememora y muestra las fotografías en blanco y negro, testigos de ese otro capítulo fascinante en la vida de Enrique.
El viaje a Suiza en condición de consejero cultural le mostró un nuevo derrotero que ni él mismo se imaginaba. “Recibí a los Van Van, al grupo Iraquere y a otros grandes artistas; y por cosas del destino tuve que sustituir a un profesor de música afrocubana. Profundicé en todo el programa del curso y quedé impresionado con el amplio campo de estudio sobre esa temática”, afirma y sonríe ante el giro inesperado que tomaría su historia.
“Al retirarme de la actividad diplomática, y entre varias propuestas de trabajo, escogí la Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales (Egrem). El deseo de profundizar el estudio sobre la música cubana era muy fuerte. Creo que mis raíces familiares contribuyeron también a cultivar esa pasión”, asegura y hace una pausa; luego se humedece la boca reseca en la que siempre se dibuja una sonrisa amistosa.
“La ciencia me enseñó a investigar y esas herramientas me sirvieron para adentrarme en la rumba como género musical tradicional cubano, considerada la madre de otros ritmos como la salsa. Colaboré con programas de radio hasta crear mi propio espacio: La rumba no es como ayer. Trabajé con Eduardo Rosillo, quien se convirtió en un entrañable amigo.
Entre las anécdotas que ahora lo divierten menciona la primera vez que lo trajo a Trinidad en la década de los 80. En esa ocasión no se logró gestionar hospedaje en moneda nacional y alguien sugirió que la única posibilidad era en Topes de Collantes, aunque no resultaba sencillo acceder al director del complejo.
“Cuando mencionaron al coronel Fernández Vila —cuenta con picardía— llamé por teléfono y pedí hablar directamente con él: Dígale que es Zayas, uno de sus compañeros en la guerra de Vietnam. ‘¡Enriquito, pero tú que haces aquí!’. Y nos recibió con un cariño muy grande. Así son las cosas mías”.
Con su ciudad natal nunca perdió el vínculo; se lo debe a sus padres y al sentimiento profundo por la cultura local. Gracias a su talento innato de investigador, las tonadas trinitarias, o fandangos, se salvaron del olvido y hoy se revitaliza una antiquísima tradición musical. “De mis cuatro libros terminados y en espera de ser editados, uno de ellos lo dediqué a esta modalidad única dentro de la rumba, Tonadas y pregones trinitarios, que espero vea la luz este año”.
Nunca se ha creído cosas a pesar de haber visto tanto mundo. A sus 84 años, Enrique Germán Zayas Bringas se resigna a convivir con sus defectos y virtudes. “Soy orgulloso, no ruego, ni pido favores. Pero tampoco odio, y perdono a todos. Los hombres siempre se equivocan, pero tienen derecho a rectificar”.
En Casilda se siente a salvo, aunque la añoranza lo conduce a veces a La Habana. “Allá se quedaron mis hijos; uno trabajaba en el hotel Saratoga, y el día de la explosión no fue; sus cinco compañeros murieron en el trágico accidente”, y guarda silencio por unos segundos.
Lentamente Enrique acomoda las fotografías, sus recuerdos, el libro más fascinante y aún por concluir, que es su propia vida. Se despide, camina despacio por las calles de la ciudad que tanto ama; la brisa del mar en Casilda lo cobija.
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