Parada delante de la urna de cristal en el Museo Memorial de Girón puede que todavía un frío le hiele de la garganta al estómago y las evocaciones le nublen, sin querer, los ojos. Por el agujero aquel en la punta del zapato izquierdo ha vuelto a caer muchísimas veces, a quemarropa como los tiros de ese día de mediados de abril de 1961.
Y vuelve a verse sentada en la cama del camión rojo y amarillo, con el sobrinito de seis meses en brazos, con su madre, su abuela, sus hermanos y su padre viajando hacia Jagüey Grande después de que el progenitor advirtiera de los riesgos de aquella invasión y de que lo mejor era resguardarse a kilómetros del batey.
A los 13 años a Nemesia no se le habían abierto casi los ojos. Solo había visto a los carboneros que se enterraban en el fango pegajoso de la Ciénaga de Zapata para que el tizne aquel les alumbrara un poco los bolsillos; el lodazal rojizo que circundaba a su casita de Soplillar y con el que jugaban ella y sus hermanos; el cansancio del padre y los trabajos para llevar un plato de comida a la mesa; los esfuerzos de la madre para criarlos y educarlos; la boca de los hornos de carbón que iban armando entre todos para alimentar las 12 bocas de la familia…
Empezó a ver de veras, dos años antes, cuando la Revolución naciente hizo crecer sobre el fango el camino de asfalto por donde empezaban a entrar los médicos, los maestros, los enfermeros y por donde comenzaban a salir los cenagueros y a conectarse con otros pueblos como Jagüey, adonde Nemesia había ido en aquella guagua de ferrocarril únicamente para visitar médicos y no para pasear.
Por eso aquella mañana del 17 de abril de 1961 antes de montar en el camión hacia Jagüey recogió para llevar consigo lo mejor que tenía: las pocas mudas de ropa de salir y la caja donde resguardaba todas sus añoranzas, en la que estaban aquellos zapatos blancos que pedía cada Nochebuena y que la madre solo pudo comprar luego del triunfo de la Revolución. Se los había puesto una vez y no volvería a usarlos nunca más.
No podría saberlo. Ni cuando el avión comenzó a sobrevolarlos en el tramo de Pálpite a Jagüey, ni cuando desde la inocencia empezaron ella y los demás niños a hacerles ademanes de adioses con las manos, ni cuando le miraba la cara al piloto y no veía el horror…
Otra vuelta del pájaro aquel y el espanto. Sobrevino un aguacero de tiros en ráfaga que terminaron ametrallándole la infancia y abriéndole los ojos para toda la vida.
Lo volvería a contar cuando las preguntas le disparaban los dolores de la memoria: “Ese avión dio unas vueltas y bajó —narraba Nemesia a Juventud Rebelde el 7 de abril del 2021—. Cuando empezó a bajar, mi papá le dijo a mi mamá que le tocara en el techo de la cabina a mi hermano porque parecía que el avión estaba roto y se iba a tirar en la carretera. Por eso atraviesan a mi mamá, porque ella se incorporó para avisarle a mi hermano y el avión empezó a disparar. Mi papá nos gritó que nos tiráramos en la cama del camión, que el avión se había equivocado y nos estaba tirando a nosotros.
“Nos tendimos en el piso del camión y apreté a mi sobrinito. A mi mamá la atravesaron los disparos por la cintura y le arrancaron un brazo. Mi hermanito más chiquito no atinaba a tirarse y mi papá lo empujó por el pecho. Por eso le atravesaron la mano y el muslo. A mi hermano mayor le dieron un balazo en la parte inferior del cuello. A mi abuelita le dieron un balazo en la cintura y murió cuatro años después paralítica, pues nunca más caminó”.
Fue un apocalipsis para la familia de Nemesia. Era la tragedia de la invasión mercenaria de Playa Girón cobrando vidas de inocentes, de civiles… en pos de sembrar el terror a metralla limpia y de intentar rematar a la Revolución. Pero los tiros les saldrían por las culatas.
Luego de varios días de cruentas batallas Nemesia y Cuba toda estaban a salvo. Mas, los pasajes de aquel tiroteo a mansalva sobre esa niña y sus familiares se irían convirtiendo, por los años de los años, en el retrato más doloroso de la invasión.
Eran los zapatos blancos agujereados que Nemesia apretaba contra su pecho cuando el Indio Naborí la descubriera y la inmortalizara luego en versos en su Elegía de los zapaticos blancos; era su madre sepultada en horas; era ella misma enterrada entre tanto dolor y renaciendo en su amado Soplillar.
Allí iría edificando su propia familia y su existencia: el trabajo por años en la misma tienda donde en 1961 su madre le comprara los zapaticos blancos, los estudios para no conformarse con el noveno grado que una vez alcanzó, la crianza de Nerys y Felipito, sus hijos, el arrullo de los nietos, la devoción por la historia.
Ella, símbolo de esa Revolución, no ha dejado de dar gracias y lo ha repetido todas las veces que ha estado cerca de los líderes de la gesta de 1959. A Fidel y a Raúl la han ido uniendo más que los lazos del agradecimiento.
“La Revolución lo ha puesto todo en la mano de los cenagueros —aseguró en un documental que le hiciera Cuba Hoy en 2013—. Si uno se pone a analizar es como si fuera de noche y llegara el día.
“Fidel es todo. Fidel es lo más grande que ha dado el mundo. Cada vez que yo he estado cerquita de Fidel, Fidel me inspira, es como una fuerza. Sentía ese nerviosismo, ese temblor y no sé explicar lo que uno siente y no podía decirle las cosas tan lindas que yo pensaba”.
Y recordaba el día aquel en el último Congreso del Partido al que asistiera el Comandante en Jefe cuando Raúl le cedió su propio asiento en la presidencia. Se le desataron los ariques de la mujer noble que Nemesia es.
“Comprendí la responsabilidad que era donde se había puesto de pie el presidente para que yo me sentara, una guajira de la Ciénaga de Zapata, porque yo me siento orgullosa de ser guajira, pero sí comprendo que era una responsabilidad muy grande. Y yo le pregunté: ¿Ahí? y él me dijo: ‘Sí, ahí’. Cuando me senté me empezó a faltar el aire, empecé a toser y Fidel me dio por aquí —dice mientras se señala el hombro— y me dijo: ‘Nemesia, ¿a los 50 años todavía te gustan tanto los zapaticos blancos?’”.
Los lleva puesto en sus pies casi siempre, sobre todo en las ocasiones más distinguidas. No ha podido desprenderse de ellos, como tampoco lo ha hecho del manojo de recuerdos que la habitan. Y en cada pisada parece que va dictando aquellos versos de Naborí: “Oídme la historia triste de unos zapaticos blancos”.
Es Nemesia misma la mejor elegía de aquellos días aciagos de la invasión mercenaria en Girón. A sus más de 70 años sigue llevando la misma nobleza infantil y la pureza en los ojos como el blanco de sus zapatos. Nemesia no olvida, ni puede. A veces, en las noches de abril, entre aquellas cuatro paredes de su casa de toda la vida en la Ciénaga de Zapata, le sobrevienen en sueños los tiros mientras el olor ácido de la pólvora se va esparciendo por todos lados.
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