La luna reluciente quedó ahogada por los nubarrones, que empapaban Tampa, colmada de emigrados españoles, cubanos e italianos, atraídos por las tabaquerías. Iniciaba la madrugada del 26 de noviembre de 1891, cuando sonó el último pitazo de la locomotora en el paradero ferroviario; y jadeando aún la máquina sobre los rieles, descendió el viajero del armatoste de hierro.
—¡Viva Martí!
Un copioso aguacero, también de aplausos y vítores, le daba la bienvenida al Apóstol de la independencia, y al pie del vagón, el espirituano Néstor Leonelo Carbonell y Figueroa.
“La madrugada iba ya a ser —¡bien lo recuerdo!— cuando el tren que llevaba a un hombre invencible, porque no lo ha abandonado jamás la fe en la virtud de su país, arribó, bajo lluvia tenaz, a la estación donde le dio la mano, como si le diera el alma, un amigo —nuevo y ya inolvidable— que descansó junto al arroyo al lado de Gutiérrez, que oyó a Joaquín Palma en las veladas de la selva, que montó a caballo al lado de Castillo”.
Era la voz del Maestro que miraba la gallardía de Carbonell, quien en su condición de presidente del club Ignacio Agramonte, y cumpliendo un acuerdo de la asociación, invitó al organizador de la Guerra Necesaria a un evento artístico y literario en esa urbe de Florida, a través de una carta remitida el 16 de noviembre.
“(…) con el alma henchida de gozo”, Martí acepta la invitación y le escribe en misiva fechada en Nueva York el día 18. “De lejos he leído su corazón, y desde acá he visto también el mucho oro de su alma viril, donde corren parejas la ternura con la luz. (…) ¿Es la patria quien nos llama? Obedecemos, pues, que de seguro ella nos alienta para algo grande”.
Tal convicción también le asistía a Néstor Leonelo, con 45 años entonces, quien ansiaba montar nuevamente sobre el lomo del caballo —aunque sea en pelo—, como lo hizo el 6 de febrero de 1869, cuando, junto a sus hermanos, se levantó en armas contra la metrópoli en la finca Meloncitos y puso en jaque a las huestes españolas en el antiguo partido de El Jíbaro.
Hondísimas raíces poseían esos ardores patrióticos: su padre Eligio veía con malos ojos los desmanes de la Corona, y María de la Encarnación, la madre, de alta cultura, había leído mucho verso liberal venido de España y Francia.
Debajo de ese árbol familiar acampó, igualmente, el nieto Eligio, quien en una reunión del club Ignacio Agramonte, del cual era secretario, expuso la idea de invitar a Martí a Tampa, mientras otros integrantes apostaban por Manuel Sanguily, sostiene el historiador espirituano Mario Valdés Navia.
A inicios de la madrugada de aquel jueves 26 de noviembre, Martí recibió la bienvenida oficial en el Liceo Cubano, donde agradeció brevemente la acogida, y de allí partió hacia la casa de huéspedes, de cubanos simpatizantes con la causa independentista, localizada en la avenida 8, calle 13, en Ybor City.
DÍAS DE SOL, NOCHES DE HOMENAJES
“Lució el sol, y con él el amor inusitado, los conocimientos súbitos, el deleite de verse juntos en el amanecer de la época nueva, el orgullo de mostrar y de ver la familia dichosa (…) el consejero que va y viene, poniendo bálsamo donde quiera que ve herida”.
En su discurso Oración de Tampa y Cayo Hueso, así retrató el Maestro su primera visita a esa ciudad de la costa oeste de Florida, que recorrió aquella mañana del día 26, en compañía del espirituano y de otros patriotas, quienes lo llevaron a diferentes tabaquerías y al despacho, en la factoría Príncipe de Gales, del valenciano Vicente Martínez Ybor, hombre que no levantó una fábrica de puros en la misma bahía de Tampa por falta tiempo.
—Eso está pensado y hecho, le aseguró el empresario a Martí, y de inmediato se alisó el abundante y blanco bigote que le rebasaba los labios.
No fue el único intercambio del Apóstol con Martínez Ybor, a la postre uno de los emigrados que más aportó financieramente en Florida con miras a la compra de armamento y otros pertrechos para la contienda libertaria, y de ello resultó testigo Carbonell.
En su rol de anfitrión, el espirituano, antes miembro de las fuerzas bajo el mando del general Honorato del Castillo y del general en jefe del Ejército Libertador, Manuel de Quesada, durante la Guerra Grande, invitó a almorzar a Martí con su familia, entre ellos los hijos Eligio y Natividad, devenidos colaboradores del organizador de la contienda en gestación en predios no únicamente de Florida, remarcan los estudiosos.
Pasadas las ocho de la noche de ese día, sobrevino el homenaje a Martí en el Liceo Cubano, donde aconteció la fundación el 16 de mayo de ese propio año del club Ignacio Agramonte y sede de una escuela nocturna, cuyo maestro y director era Néstor Leonelo.
“Niñas allí, con rosas en las manos; mozos, ansiosos; las madres, levantando a sus hijos; los viejos, llorando a hilos, con sus caras curtidas. Iba el alma y venía, como pujante marejada. ¡Patria, la mar se hincha!… La tribuna, avanzada de la libertad, se alzaba de entre las cabezas, orlada por los retratos de los héroes. Rifles que vieron pelea daban guardia al camagüeyano que no muere”, describió después el Maestro la velada.
En esos términos fotografió el ambiente del liceo en aquella noche de homenaje, iniciado con las palabras de Carbonell y seguido por las de Ramón Rivero, líder tabaquero y periodista. Y cuando Martí soltó su voz, quizás hasta los niños dejaran de juguetear. Voló, también, sobre el papel la pluma del taquígrafo Francisco González, llegado desde Cayo Hueso por previsión de Carbonell para dejar en blanco y negro cada posible frase martiana.
“Para Cuba que sufre, la primera palabra. (…) no daré gracias egoístas a los que creen ver en mí las virtudes que de mí y de cada cubano desean; ni al cordial Carbonell, ni al bravo Rivero, daré gracias por la hospitalidad magnífica de sus palabras, y el fuego de su cariño generoso; sino que todas las gracias de mi alma les daré, y en ellos a cuantos tienen aquí las manos puestas a la faena de fundar, por este pueblo de amor que han levantado cara a cara del dueño codicioso que nos acecha y nos divide”.
Nunca antes los emigrados cubanos habían escuchado tanto elogio, ni el joven taquígrafo tan fecundo discurso, trascendido a la historia bajo el título de “Con todos y para el bien de todos”.
En la noche del 27 de noviembre y en el propio liceo, Martí asistió a la velada conmemorativa de los 20 años del fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina. A su puesto volvió, además, el taquígrafo. La voz del Maestro sería arroyo de agua fresca y límpida; en una orilla, los viejos guerreros; en la otra, los nacientes paladines. Empeñado en desdibujar orillas y bandos, Martí pronunció el discurso, conocido luego como “Los pinos nuevos”.
Esta pieza oratoria y la de la noche precedente, Carbonell las publicó en un folleto titulado Por Cuba y para Cuba. Dos Discursos. Con todos, para el bien de todos y Los pinos nuevos, impreso en Tampa y socializado entre la emigración y en el país caribeño.
En Tampa, que olía al criollísimo tabaco por los cuatro costados, el artífice de la guerra por venir departió con representantes de varias organizaciones, entre estas la Liga Patriótica Cubana, y en cuyo intercambio hablaron acerca de la necesidad de la actuación unificada para superar las condiciones negativas, ha apuntado el doctor en Ciencias Ibrahim Hidalgo Paz.
“Un paso decisivo al respecto —comentó el historiador— fue la redacción del documento conocido como Resoluciones, en el que se recogieron las ideas coincidentes, y cuya autoría corresponde a Martí”. Como otros especialistas, Hidalgo Paz destaca la relevancia de la primera visita del más universal de los cubanos a esta urbe floridana, al significar el comienzo del proceso que condujo a la fundación del Partido Revolucionario Cubano, y a la organización de los patriotas hasta el logro del reinicio el 24 de febrero de 1895 de la lucha armada contra España.
Esa trascendencia ni por asomo pasaba por la cabeza de los asistentes al banquete de despedida en honor al Apóstol, celebrado el 28 de noviembre en el Liceo Cubano, donde Candita Carbonell, hija del prócer espirituano, le obsequió una pluma y un tintero como recuerdo del club Ignacio Agramonte y de la Tampa cubana.
Miles de sus pobladores, liderados por Carbonell, desfilaron hasta la estación ferroviaria para despedir al autor de “Nuestra América”, quien posteriormente diría: “(…) jamás tuve un goce tan puro, y de tan íntima majestad, como entre los míos, entre mis cubanos, entre mis guerreros y mis ancianos y mis trabajadores”.
Apenas bastaron tres días para que Martí conociera la realeza del guerrero espirituano, ponderado en un artículo publicado en Patria en 1892. “Vive en Tampa, como un padre del pueblo, el fidelísimo cubano Néstor Carbonell. (…) el que preside hoy: a la vez que su escuela y su ejemplar familia, el Cuerpo de Consejo del Partido Revolucionario Cubano, peleó ayer con los patriotas de las Villas; les oyó la poesía y la oratoria, ya veteada de oro nuevo, como monte que va echando la costra”. Ese hombre, también escribió el Maestro al dedicarle un ejemplar de Versos Sencillos, es un “cubano fundador”.
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