Se inició en el mundo de los oficios con apenas 10 años, durante la primera mitad del siglo pasado. Su padre era pintor de brocha gorda y teñía las iglesias sobre un cajón y el convento entero (actual Museo de Lucha Contra Bandidos), hasta la cúpula, con escalera. Su trabajo era el de coger parchitos con blanco de España, hidrato de cal y yeso, y el de dar el aparejo.
“Siempre digo que estuve varios años en una escuela multioficios y que aquellas personas, más que profesores, fueron mi familia; pero también explico que mi verdadera formación procede de allí”, dice y señala una esquina donde se aprecian varias decenas de revistas.
Era una noche de los años 50 y, bajo un bombillo incandescente de un cuarto muy atrás en su casa, cuando todos ya dormían, el joven José Manuel Cadalso del Pino leía y releía a grandes expertos de la madera, sus maestros, como los llama, con la ambición bisoña de igualarlos (o superarlos) en experticia alguna vez.
Su vida se redujo a aprender y aprender hasta que un día, mientras hacía de carpintero aprendiz, el historiador de la ciudad de Trinidad desde 1967 hasta su muerte, Carlos Joaquín Zerquera, sorprendido por las habilidades de aquel joven de ojos avispados y enjuto como Quijote, le pidió algo descabellado: “Quiero que me hagas la persianería francesa del segundo piso del Museo Romántico”.
“Yo respondí que eso no tenía problema, que necesitaba un equipo de tantas personas. Él, que confiaba más que yo en mis destrezas me dijo que no: ‘Tú solo, completa y a mano’”.
Así, durmiendo entre ratos, tres horas en la noche, dos horas en el día, el tronco se hizo listón y el listón se transformó en las persianas que cubren los postigos. Después de semejante hazaña, para sorpresa de nadie, su nombre figuró en casi todas las obras de restauración en la ciudad.
A lo largo de su vida, Cadalso del Pino ha sido visitado por artesanos, artistas, periodistas, fotógrafos, documentalistas y curiosos de todas partes del globo. Incluso fue objeto de una entrevista que le hizo hace muchísimos años un equipo de National Geographic.
“A mí no me preguntes cómo dieron conmigo. Pasa muy a menudo: me tocan la puerta y pronuncian mi nombre antecedido o seguido por una frase en español, inglés, japonés o chino. Recuerdo con especial cariño a un fotorreportero alemán que me visitó varias veces. Fue él quien me hizo estas cuatro fotos”.
Hombre sencillo, conversador y muy afable, evoca sus más gratas experiencias siempre en torno a grandes amistades, en ocasiones, provenientes del exterior. Cierta vez recibió, junto a Teresita Angelbello, museóloga y pionera en la restauración del Centro Histórico de Trinidad, a una especialista de la Unesco.
“Yordanka era ucraniana y nos dio soluciones fantásticas, una persona cariñosa y magnánima. Un día me confesó: ‘Me voy pronto y debo serte sincera, José Manuel. Ustedes los cubanos son muy buenas personas, pero tienen un gran defecto: son ladrones’”.
“Yo, apenado, solo atiné: ¡Ay!, ingeniera, disculpe, ¿por qué dice eso? Y me contestó con una mirada muy dulce: ‘Sí, son todos unos ladrones y nos roban el corazón’. Tuve que reírme y nos despedimos, no sin antes expresarle mi eterna gratitud. El equipo quedó en reunirse de nuevo, pero por desgracia nunca sucedió”.
Luego de 20 años de estudio exhaustivo de las maderas y sus cualidades, se probó a sí mismo cuando un grupo de especialistas cubanos, argentinos, españoles fueron a identificar las maderas de los altares de la Iglesia Mayor.
Catalogaron varias, pero en altar mayor había una que se resistía. “Me acerqué, saqué un pedacito, lo olí y nada”. Sorprende. A sus espaldas, en el taller, pueden apreciarse, por pedacitos, grandes cantidades de madera cuidadosamente organizadas por categorías, nombres, colores y olores.
“Aquella me dejó loco. La raspé, la apreté, la mordí, le hice de todo y no daba con el dichoso nombre. En ese momento tuve una epifanía y me la metí en la boca. No sé por qué (supone que la masticó en algún momento de su infancia), pero grité: ¡Jocuma! Y, en efecto, esa era. Al final, descubrimos varía, jocuma, majagua y otras que no recuerdo”.
Este católico devoto visita con regularidad el templo y relata que los que hoy vemos no son aquellos altares barrocos tallados y policromados que conoció en la niñez, sino que los hicieron el padre Amadeo y el hermano Juan. Mientras habla, coloca un tema que dice no superar con los años: el trágico final de la Ermita de la Popa.
“Quisimos restaurarla y la saquearon por puro abandono. Primero fueron los detalles pequeños, luego los altares de los cuales ya viejo me encontré un pedazo en un callejón, después se perdieron las imágenes, se llevaron San Cayetano que lo confundieron con San Rafael, se perdió una campana y un día se encontraron un botón de oro y sacaron hasta a los muertos.
“¿Ves a dónde llegó el salvajismo? Soy categórico. Estas cosas hay que sacarlas a la luz, no tanto para inculpar como para provocar un sentimiento de callada complicidad y para que entendamos todos que el patrimonio es nuestro cimiento y que sin él ninguno de los beneficios de los que hoy gozamos perdurará en el tiempo”.
A pesar los problemas de audición, las afectaciones en el nervio óptico y el insomnio, a sus 84 años de edad aún frecuenta el taller. Como su abuelo en la manigua, no lo hace por remuneración, grados ni gloria, sino por el genuino placer de estar en contacto con el elemento del que parece que está hecho todo en su pecho.
¿Qué hace a sus humidores tan especiales?
“¡Ah!, los humidores son cajas de madera fabricadas exclusivamente para guardar tabacos de la mejor calidad. Son objetos de colección muy complejos de fabricar, sin pigmentos artificiales ni sustancias químicas, que pueden cotizarse por mucho dinero”.
Cuenta que se inspiró en pinturas y objetos decorativos de África. Estuvo casi un quinquenio trastabillando hasta que dio con el tamaño, la madera y las magnitudes correctas: “Deben estar al 72 por ciento de humedad relativa, ni un por ciento más ni un por ciento menos”.
Los confecciona con cedro de dos siglos, al cual le impregna por fuera un tratamiento de ceras vírgenes con aceite de linaza y la misma cera con aguardiente de caña en las capas del interior. A las tapas les incrusta ébano y sangre de doncella, un árbol oriundo de Topes de Collantes que, según explica, solo ha visto en esa zona.
Para un ojo no experto, lo que más sorprende de los humidores, más allá de su belleza, es el efecto óptico que se logra al mostrar y ocultar sus caras a la luz. Efecto de la casa, Cadalso del Pino revela (medio en serio, medio en broma) que esta ilusión deja lelo hasta al más truhan de los negociantes y que él mismo dedica tiempo a mirar cómo el humidor oscurece y aclara.
¿Queda algo por hacer?
Fui pintor, carpintero, empedrador, vendí bisutería e incluso hice de dependiente en casas de costura. De seguro se me queda algo, pero a esta edad uno debe hacer las cosas de una en una y comenzar por las que tiene delante. Quiero perfeccionar mis humidores.
¿Y no siente que le ha llegado el momento para descansar?
No, hombre, no. En el taller soy feliz. Si no trabajo me muero.
José, siempre ha trabajado la madera, los niños esperaban horas para tener un trompo.
Su pasión es su taller, lo disfruta al máximo, entre los reclamos de la familia por temor a su salud.
Gracias por esta publicación, nos sentimos muy bien leyendo tan lindos comentarios de nuestro hermano mayor
Muchas gracias, Consuelo. Para nuestro medio y para mí fue una experiencia muy grata poder adentrarnos en la vida de este afable y talentoso amigo. Agradecemos su comentario de franco corazón.