Entrevistar a una mujer que parece de miel, pero hecha de hierro no es tan sencillo, sobre todo cuando confiesa que para ella es más fácil cumplir con una tarea de choque o ayudar a quien lo necesite que hablar ante muchas personas, y mucho menos de sí misma.
Milagrosamente, una vieja amistad, que viene desde el vecindario y luego de compartir años de oficio hace lo suyo y fluye la conversación como quien intercambia con un visitante ocasional, porque Lidia Sánchez Cepeda es así, parca en palabras, pero amable como nadie, como aseguran sus más cercanos, aquellos que se apegan a la imagen silenciosa que a diario recorrió los pasillos de este periódico hasta llegar al santuario casi inaccesible donde se refugiaban los correctores del órgano de prensa.
Sin mucho esfuerzo desanda el camino que la llevó, sin dudar, a abandonar el mostrador de la librería para enfrascarse en una aventura que no ha llegado a su fin y ser una más de aquellos 63 osados que emprendieron la gran “locura” de hacer, día tras día, durante un año, un periódico en seco sin ningún entrenamiento, hasta que nació el primer ejemplar de Escambray el 4 de enero de 1979.
“No sé cómo mi papá se enteró que buscaban personal para hacer un periódico y habló con Raúl García (Garal), que ya estaba involucrado en eso. Siempre me ha gustado mucho la lectura, así que no lo dudé, me presenté, me hicieron una prueba y me quedé. Después vino el entrenamiento en Santa Clara junto a Norma Concepción y así, fuimos las primeras correctoras oficiales que tuvo Escambray.
Era una época difícil por el hecho de que todos éramos principiantes y se trabajaba a un ritmo que no es el de ahora. El diarismo te absorbe y eran turnos muy largos, pues a veces terminabas en la madrugada y ya en la mañana estabas haciendo el ejemplar que tocaba al día siguiente.
“El orgullo mío es ver como Escambray se hizo con personal empírico, con tanto amor, y eso me dio la fortaleza necesaria para seguir. Pasábamos horas y horas trabajando sin parar, a veces terminábamos un turno y lo empatábamos con otro porque así era el diarismo que muchos no conocieron.
En esos años el periódico entero se “paraba” en plomo en los antiguos linotipos y era difícil corregir, ya que, además de las erratas en las cuartillas, había que detectar errores a la hora de emplanar, líneas interpuestas que llamábamos “pasteles”, párrafos intercalados e incluso contenido de un trabajo en otro”.
Todo ese esfuerzo lo hice con satisfacción porque teníamos una unidad tan grande y unos deseos de hacer, sobre todo en los primeros tiempos cuando sabíamos que una de las premisas para que Sancti Spíritus fuera provincia era que debía existir un periódico”.
Con calma repasa los 30 años en que tuvo la suerte de trabajar con decenas de periodistas, varios directores y otros correctores; habla también de la manera en que pudo ajustarse a la línea de trabajo y carácter de cada cual, de qué modo tuvo que insertarse en las nuevas tecnologías y pasar del plomo a la impresión off set, del cambio a corregir en galera —material impreso— a enfrentarse a la pantalla de una computadora.
“Puedo decir que provengo de un gremio que es especial y muy diferente a otros por el pensamiento y sacrificio que lleva la profesión. Hasta mi jubilación en el año 2015 vi crecer y coincidí con tres generaciones de periodistas, todos excelentes, y con ellos tuve una relación de madre a hijos.
“Trabajé con más de seis compañeros como pareja en el departamento y con unos cuantos directores, desde Fe Dora Fundora hasta Juan Antonio Borrego. Recuerdo con mucho cariño a Zoila Betancourt, un cuadro de la cabeza a los pies, que logró en el colectivo una unión muy singular y, a pesar de sus exigencias, conmigo fue muy dulce y comprensiva, lo mismo que Aramís Arteaga”.
En este punto de la conversación hace una pausa como si esperara la pregunta que nunca llega, y el rostro se humedece por las lágrimas silenciosas. Al rato respira hondo y comienza a hablar bien bajito, como en un monólogo.
“De Juan Antonio Borrego Díaz qué te voy a decir, que era un ser de otra galaxia, especial como periodista y como persona. Siempre me habló como si fuera mi hijo y con un respeto como si él no fuera mi superior. Me pasaba la mano por la cabeza con un cariño inmenso. ¡Qué amor le tenía a su periódico, al que le dio todo y lo llevó adelante!”.
A Lidia Sánchez sus amigos, compañeros de trabajo y vecinos la vemos vestida de miliciana, de secretaria del bloque de la Federación de Mujeres Cubanas, de cederista, también en el núcleo del Partido, en las mesas electorales, como miembro activo de la Defensa Civil, brigadista sanitaria, en los muchos trabajos voluntarios en los que participó durante sus 30 años de vida laboral, o revoloteando sin mucho ruido por los pasillos del periódico, o con la cabeza metida entre cuartillas en busca de alguna pifia reporteril.
Y cuenta que cada vez que cada rato retoma los recuerdos del semanario que forman parte de su historia, por eso guarda con celo todo un paquete de reconocimientos recibidos, decenas de certificados del Partido, de la UPEC, de la dirección del órgano, el sindicato, y entre ellos reliquias intocables: el primer ejemplar de Escambray, las medallas Félix Elmuza y Raúl Gómez García, así como la distinción 23 de Agosto.
Si hay algo de lo cual esta mujer toda bondad se siente orgullosa y compite de tú a tú con Escambray es la familia, esa de la cual no se ha desprendido nunca y que ha sido imprescindible en cada paso de su vida.
“Sin el apoyo de mi esposo Gregorio y mi madre Ceida, ambos ya fallecidos, nada hubiera sido posible, ella siempre estuvo junto a mí, hombro con hombro, fue incondicional, mi brazo fuerte. Cuando fui al entrenamiento en Santa Clara esos primeros tiempos, se quedó con la familia, me ayudó a formar a mis hijas Migdacelys, Marlene y Marelys, de las cuales me siento orgullosa porque son excelentes profesionales, y a medida que fueron creciendo también me apoyaron en mi labor. Ese cariño lo comparto con mis cinco nietos, incluido Fidelito, el mayor de todos, al que crie como a un hijo y sigue tan cerca que solo tengo que cruzar la calle”.
A sus 81 años Lidia se siente todavía parte de Escambray y sigue siendo la persona recta, humilde y virtuosa que todos conocen, tanto que hasta el más irreverente de los colegas se cuidaba de cualquier exabrupto ante su rostro amable y respetuoso. Se llama a sí misma, y nadie lo duda, fidelista de siempre y revolucionaria convencida, defensora a ultranza de sus convicciones, y de ese periódico que es parte de su vida.
“Escambray es para mí toda la instrucción que pude recibir, y encierra, además, mis ideales, pero por sobre todas las cosas me enorgullece el progreso sostenido del periódico, sus logros que tanto disfruto y cómo se sigue haciendo buen periodismo. Más allá de premios y reconocimientos Escambray para mí es lo máximo y un gran pedazo de mi vida”.
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