En sus manos caben los dos pies pequeñísimos, desnudos, fríos, pálidos. Coloca el estetoscopio sobre el cuerpo diminuto, desfallecido, y en el diagnóstico pareciera que no hay más vida: shock hipovolémico por deshidratación grave.
Frente a la incubadora, la doctora espirituana Orialy Gregorio Lantigua se mueve a la velocidad del sonido intermitente del monitor; su corazón palpita tanto como el del bebé en cada segundo de salvación.
En el Hospital General IMSS BIENESTAR, en Nayarit, un pequeño estado en el oeste de México, entre las montañas de la Sierra Madre Occidental y el océano Pacífico, las horas de desvelos no cesan para esta especialista de segundo grado en Pediatría, quien suma cerca de 30 años de ejercicio y ha visto repetidas veces las escenas de ese gozo final: niños en brazos de sus padres regresan a casa y vuelven a ser monarcas de sus alegrías.
LA GRANDEZA DE LO ÚTIL
Desde hace más de un año, la doctora Orialy integra el contingente de profesionales cubanos que apoya el desarrollo del sistema de salud en lugares de difícil acceso de varios estados de México.
El convenio estratégico, firmado entre Cuba y la nación azteca el 20 de julio del 2022, apuntala el plan del Instituto Mexicano del Seguro Social destinado a dar respuesta a una de las prioridades del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador para garantizar el derecho a la salud de todos los habitantes de ese país.
Autoridades mexicanas lo han asegurado: en lugares remotos, donde por muchos años no hubo cobertura médica, la colaboración con Cuba a través del Ministerio de Salud ha sido vital.
“El lugar donde nos ubicaron —comenta vía WhatsApp la doctora Orialy— está situado a cinco o seis horas de camino de la ciudad de Tepic, en plena montaña, donde no había ningún pediatra, mucho menos neonatólogo. Somos nueve médicos cubanos y atendemos a todos esos pacientes que no tienen dinero para ir al hospital de seguro ni tampoco a los privados.
“Allí, atendemos a niños del sector pobre de la sociedad, de la raza indígena fundamentalmente, quienes viven en las zonas más alejadas. Vienen con afecciones para nosotros conocidas; pero en un estado muy avanzado de la enfermedad. Si es diarrea, llegan con deshidratación grave y entran en shock hipovolémico. Si se trata de una bronquiolitis o neumonía, igual, lo recibimos en estado grave.
“El reto para los pediatras aquí es asumir, también, la Neonatología. Cuando te llaman para atender a un niño que nació deprimido o con alguna afección grave, rápidamente tienes que ir al salón de parto y encargarte del caso con el mayor de los cuidados. El estado de Nayarit cuenta con neonatólogo solo en el hospital cabecera; sin embargo, en cada uno de sus municipios existen centros de salud donde se hacen partos diariamente y la atención de esos neonatos la asumen los pediatras cubanos”.
ZIMBABUE, LA MÁS DIFÍCIL DE LAS MISIONES
Año 2003, del Hospital Pediátrico José Martí Pérez, de Sancti Spíritus, su primera gran escuela como especialista, a Zimbabue, en el sur de África. Otro idioma, altos niveles de pobreza, índices de salud extremadamente bajos, varias enfermedades endémicas presentes, una epidemia de sida acompañada de tuberculosis que colapsaba todos los servicios médicos. Un escenario tan alarmante, como sobrecogedor.
“Hace 20 años viví la realidad de África en blanco y negro y era dolorosa —relata la doctora Orialy—. Me conmovió ver esa cantidad de niños muriendo de malnutrición, malaria, sida, tuberculosis y de muchas enfermedades tratables, y quienes atendían a los pacientes eran las enfermeras. Zimbabue era, en ese momento, un país con una situación de salud precaria”.
Ante los ojos de la joven doctora, el dolor de muchos pequeños a quienes el sida les arrebató sus padres; quedaron literalmente huérfanos de amor, atenciones y abandonados a su suerte en la puerta de un hospital.
No estaban distantes de esta realidad, las imágenes que meses atrás publicaban en ese tiempo varios medios: niños africanos con desnutrición crónica, víctimas de las crecientes desigualdades mundiales, mostraban la cara de un continente castigado por el hambre y la sed.
“Mis vivencias fueron mucho más crudas; las sentí en la piel porque fueron en vivo y en directo”, rememora.
ANGOLA, EL MANCONDO DE CAZENGA
Año 2011, Cazenga, municipio de Luanda. Un amasijo de casas levantadas con retazos de zinc y cartón pujan por sostenerse en pie a ambos lados de una zanja de aguas negras; niños descalzos juegan entre los restos de escombros y plásticos, mientras las mujeres tienden en cordeles improvisados las ropas hilachadas y tratan de despegar de sus pies el lodo pegajoso que dejó el último temporal. Difícil imaginar vida en aquella periferia de la capital hacia donde emigraban poblaciones enteras de otras provincias huyendo de la guerra.
Este macondo de Cazenga lo conoció la doctora Orialy Gregorio, también máster en Atención Integral al Niño, quien laboró en el hospital Los Cajueiros, uno de los más cercanos a estos barrios insalubres, donde se registraba un elevado índice de pobreza y malnutrición infantil.
“Arribamos a este lugar en plena pandemia de malaria; allí llegaban miles de niños diarios. Eran agotadores los turnos de trabajo porque la cola de pacientes no terminaba nunca. Las salas estaban abarrotadas con más de un enfermo en una cama, otros acostados en los pasillos. Las enfermeras tampoco alcanzaban para cumplir el tratamiento de todos a la vez.
“En las guardias teníamos varios pacientes fallecidos en un mismo turno de trabajo. Era doloroso porque no había terapia intensiva ni forma de atender a los niños gravemente enfermos.
“Recuerdo unos gemelos que nacieron en una guardia, muy graves los dos. Me fui al servicio de Neonatología, los atendí, se les aplicó antibiótico, los tuvimos varios días en el hospital dándoles leche artificial, pues la madre no tenía para amamantar a los dos. Hubo que transfundirlos porque hicieron conflicto de sangre con la mamá, hasta que a los pocos días salieron de ese estado de gravedad y se salvaron. Tiempo después, los padres volvieron al hospital.
—Doctora, pasé a visitarla. Gracias a ustedes mis hijos están vivos y con nosotros en casa.
“Cuando terminó la misión ya los niños tenían dos años de edad. Con posterioridad, se hizo habitual que esas y otras personas vinieran a consultarse con nosotros. A veces no disponíamos del medicamento para brindárselos, a veces el diagnóstico bien podía dárselos un médico nacional; pero ellos preferían ir con los doctores cubanos. Decían: ‘Es que ustedes son diferentes, ustedes hacen milagros’. Y no era que hiciéramos milagros; sino que los tratábamos como personas”.
En todas las vidas salvadas en el pediátrico espirituano y en el itinerario de solidaridad de la doctora Orialy hay una verdad más alta que la luna: en todo cuanto se hace, la gratitud convierte lo que tenemos en suficiente. Es la señal de las almas nobles.
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