Comienza la clase con un debate: “Hoy hablaremos de las familias y de por qué algunas funcionan y otras no”. Camina hacia el centro del aula para que todos la escuchen bien.
“¿Qué entienden ustedes por una familia disfuncional?”. Los pequeños hablan, se interrumpen y entre respuestas a medias poco a poco comprenden esencias de la familia.
Al final, la maestra sentencia: “Todos, niños y niñas, tienen derecho a vivir en familia, a sentirse protegidos en ella y a contar con los cuidados necesarios para asegurar su desarrollo óptimo, no solo material, sino también psicológico y espiritual. Cuando en el seno hogareño no existe un ambiente de comprensión y amor, lo llamamos disfuncional”.
A pesar de que nadie lo exige, Whitney Pina Fernández, maestra primaria en la escuela Remigio Díaz Quintanilla, de la cabecera provincial, realiza de manera frecuente este ejercicio desde hace más de 20 años. En sus propias palabras, se enorgullece de que alumnos que pasaron por sus aulas, gracias a estos encuentros, aún la recuerdan con cariño y luchan cada día para convertirse en hombres y mujeres de bien.
“No me ven solo como su maestra; soy una mamá, una cantante, una bailarina y mucho más. Organizo estos coloquios para que aprendan a cuestionar sus realidades: siempre narro una anécdota de mi vida e ipso facto comienzan a hablar de la suya.
“Dialogamos de familias, reflexionamos sobre el cuidado, el cariño y el respeto a cada uno de sus miembros; explicamos cómo comportarnos en todos los entornos, hacemos juegos didácticos y de aprendizaje, y también tenemos competencias. Al final, lo importante para mí es que se sientan acompañados”.
Mientras transcurre el diálogo, una estudiante ya crecida de Whitney asegura que ella fue toda la ayuda que necesitó de un maestro.
“Me satisface cómo se acercan y me comentan que en sus casas no tienen la confianza que construyeron conmigo y a la vez me duele escuchar eso. Entonces, sin que los estudiantes lo sepan, hablo con la familia e intento sanar estas dificultades”.
En 1997, Whitney comenzó a trabajar en Educación como auxiliar pedagógica. Luego se hizo maestra. Su camino hacia la pedagogía, refiere, no fue un derrotero fácil: primero se estableció el miedo a la novedad y al compromiso que implica trabajar con niños. Luego llegaron los desafíos: tenía que pasar cursos de ortografía todas las semanas, presentar medios de enseñanza y recibir muy frecuentemente control de clases.
“Fue mi director quien vio el potencial en mí para ejercer la profesión y él mismo me impulsó a ser maestra. El nuestro es un oficio complejo, pero hermoso. Con la pedagogía aprendí que vivir de la vocación es posible”.
Un profesor habrá de transmitir no solo conocimientos teóricos, sino valores humanos. En sus manos, además de fomentar el ingenio, la imaginación y la creatividad, está proporcionar herramientas para forjar el futuro de sus alumnos.
“No me es difícil impartir clases en la Enseñanza Primaria. No obstante, cada generación familiar es más compleja que la anterior. Esto implica que los conflictos a los que se enfrentan los menores sean cada vez más complejos. Por ello se hace imprescindible el apoyo de los padres al proceso docente.
“Puertas adentro, todos son iguales para mí porque todos son mis estudiantes. Sin embargo, sin que se den cuenta, los trato de forma diferenciada porque tienen necesidades afectivas y dificultades distintas.
“Pocos niños son callados por naturaleza; así que, cuando los veo callados o distraídos en clase, espero al final y me acerco a ellos. Les pregunto qué les sucede y cómo están las cosas en casa”.
Gracias a la labor de personas como Whitney, que hacen las veces de educadores y amigos, miles de niños sienten que no están solos a la hora de recorrer su camino. Estos maestros que trabajan desde el anonimato y sin que nadie lo exija abren una puerta que deja entrar al futuro para que cada niño, como diría el dramaturgo español Jacinto Benavente, sea el origen de una mejor humanidad.
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