A María Gutiérrez García todavía se le quiebra la voz. Han pasado más de 60 años y no logra contener la emoción cuando habla de su labor como alfabetizadora popular en Yaguajay. Dentro de sus joyas personales está la medalla que prueba su presencia en esta campaña que llevó el saber hasta los llanos y las montañas de Cuba.
Tenía 13 años cuando los brigadistas llegaron hasta donde vivía, en Jicotea, caserío de la geografía yaguajayense, en el que, como en otros lugares de la isla, los gobiernos de turno hicieron crecer la ignorancia. Ante el llamado de estas personas, María no lo pensó dos veces y, sin proponérselo, tuvo ante sí a sus primeros alumnos, hombres mayores de 60 años, a quienes el exceso de trabajo los hizo envejecer antes de tiempo.
“Nos asociamos a los brigadistas y, de inmediato, me dediqué a enseñar a cuatro personas, tres de ellos de la propia comunidad y, uno, de Piñero. Recuerdo que iba hasta sus casas para darles las clases, las cuales comenzaba a partir de las dos de la tarde. Tenía mi espacio, nadie nos molestaba, y hasta en mi casa recibía a uno de los alumnos”, evoca García Gutiérrez y las imágenes de aquel suceso afloran solas, sin que su mente doblegue el más mínimo acontecimiento.
Todavía recuerda las manos callosas de aquellos seres humanos que nunca antes habían tenido delante a un maestro. Los recuerda aprendiendo a agarrar un lápiz o a trabajar con un cuaderno. Y es que sus vidas estaban amarradas al campo, sin saber qué más existía fuera de ese mundo.
Por esa realidad que oscurecía el país, en diciembre de 1961 Cuba se convirtió, de una punta a la otra, en una infinita escuela. Los hogares y los diferentes sitios habilitados en cada comunidad para impulsar la enseñanza devinieron puntos de luz a favor del aprendizaje.
“Como yo no tenía centro de trabajo y ellos eran campesinos les daba clases todos los días. Con ellos había que tener paciencia. Imagínate, no sabían nada. Eran personas acostumbradas a trabajar en el campo, en la casa…, nunca antes nadie los había enseñado. Por eso, poco a poco, fui mostrándoles las vocales, los números, hasta que aprendieron a leer y a escribir.
“Para enseñarles las letras, tenía que tomar a algunos por las manos para que supieran hacer los trazos. Unos decían que eran burros, que no sabían nada, y yo siempre les dije: Aquí no hay nadie burro, ustedes van a aprender. Y así lo hicieron. Aprendieron a contar y a escribir sus nombres”, evoca María y trasluce alegría en el rostro.
En el empeño de llevar adelante el saber, María, como el resto de los alfabetizadores populares del país, se auxilió del manual Alfabeticemos, donde venían las instrucciones para el manejo de la cartilla Venceremos, que tenían que llevar los alfabetizados.
“Todas las personas que enseñé estaban muy agradecidas. Sentí una gran satisfacción al verlas avanzar. Para mí fue un orgullo poder alfabetizarlos, aunque no haya sido brigadista”, confiesa esta fémina, quien a sus 75 años de edad se enorgullece de haber cumplido con aquel llamado de la Revolución.
Y aunque muchos de los alfabetizadores de antaño no abortaron sus sueños de convertirse en maestros una vez concluida la alfabetización, María prefirió quedarse en casa, al cuidado de sus dos hijos.
Sin embargo, mucho antes, esta mujer trabajó en el campo hasta que el arte de tejer, bordar y arreglar uñas se adueñaron de su rutina. Mas, a la altura de estos años, María Gutiérrez García se siente maestra.
En su voz, en sus gestos, en sus saberes están las huellas de sus días de alfabetizadora. Quizás por ello, cada diciembre recuerda aquel año 1961 en el que, con apenas sexto grado, se atrevió a dar clases en el mismo Jicotea, ese poblado que la vio nacer.
Hoy, cuando ni siquiera visite mucho estos lares, sabe que su historia de juventud está ahí, en ese caserío humilde que, gracias a la alfabetización, despojó la ignorancia. En este pequeño sitio y con solo 13 años de edad la llamaron maestra, el mayor orgullo de su vida.
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