Conserva la prestancia de los siglos. Los cientos de años transcurridos no le han mellado —como si pudiese ser lo único a salvo ante los estragos del tiempo— la hidalguía de la urbe esbelta que fue y de la ciudad que cobija hoy tantos rostros distintos e iguales a la vez.
Es su pura fisonomía. Al rostro de la cuarta villa de Cuba le imprimen lozanía ahora tantas brochas que van dando color en los lugares donde hasta hace poco palidecieron más que las pinturas; los andamios que se levantan lo mismo en medio del bulevar que dentro de una escuela; las estatuas que vuelven a echar a andar por el bulevar como si Oscar Fernández Morera diese otra vez retoques con sus pinceles al cuadro mismo que la ciudad es; o como si sonaran las claves de Serapio y la melodía de los coros de clave se hiciesen eternas; o como si no se hubiese detenido el reloj de Francisquito.
La identidad es entonces ese atajo que nos va conduciendo y consagrando en lo que hemos sido y somos. Es la savia que se devela por todas partes: en la impetuosidad de la torre campanario de la Iglesia Mayor que te da de bruces siempre; en la silueta cóncava de un puente erguido sobre el Yayabo como si el sino de los habitantes de esta tierra fuese el de levantarse; en las piedras que recuerdan tantos tropiezos, esclavitudes, rebeldías…, persistencia, pese a los siglos y siglos aferradas a las calles; en los arcos y los vitrales tan armónicos y ajenos a la modernidad.
La villa del Espíritu Santo se ha ido cimentando sobre la fragua misma de sus tradiciones. El día aquel en que el Adelantado Diego Velázquez descubría ese paraje virgen entre arboledas, cedros y la fértil llanura fue solo el preámbulo de otras reconquistas: la de la mudanza prematura a orillas del Yayabo donde se asentaría definitivamente el centro poblacional; la de ir sustituyendo los techos de guano por tejas y ladrillos; la de ir dejando atrás la extracción de oro para convertirse en un emporio ganadero; la de fundar teatro, periódicos, escuelas, edificaciones emblemáticas…; la de enrolarse en las luchas libertarias; la de eternizar aquellas serenatas de trovadores y las hechuras de guayaberas; la de perdurar acomodándose a los altibajos del tiempo y hasta los días de hoy.
Fue la unción de Fray Bartolomé de las Casas aquel 4 de junio de 1514 lo que, quizás, bautizó la estirpe de los habitantes de estas tierras cuando en el sermón de la Pascua Pentecostal el sacerdote criticaba las injusticias y crueldades cometidas por los colonizadores contra los indios. Era esa prédica la llama de tanto coraje después.
Porque la ciudad se ha ido refundando a base del empuje de sus hijos. Porque la espirituanidad sigue siendo un título omnipresente que delata donde quiera que uno esté.
Y no debiera precisarse de un aniversario para repasar tantas añoranzas: las fachadas que destiñen y, para la ocasión, se pintan; los Santiago espirituanos que han pasado a ser un recuerdo en el imaginario colectivo; las noches de trova que solo suenan en la memoria; las guayaberas que se exhiben mucho y se lucen poco; las edificaciones que imponentemente van soportando los estragos del tiempo.
A la ciudad deberíamos retribuirla todos los días. A 509 años de fundada la cuarta villa de Cuba, nos sigue ofreciendo los mismos deslumbramientos: la Iglesia Mayor empinadísima en las cercanías del puente sobre el río Yayabo, la majestuosidad del Museo de Arte Colonial, la belleza arquitectónica de la Biblioteca Provincial Rubén Martínez Villena, la renovada hechura del parque Serafín Sánchez.
La villa del Espíritu Santo parece por ratos la reliquia que es. Y mientras se desanda pudiera sentirse como si las manecillas del tiempo se hubiesen detenido, como si fuese posible el misterio de perdurar tan erguida por los siglos de los siglos.
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