Llegué al Hospital Materno a las once de la noche. El pitazo del central Dos Ríos se escuchaba en esa esquina de la ciudad de Palma Soriano. Para ser sincera, de ello no recuerdo prácticamente nada; la exactitud se la debo a mi compañero. Con el susto de madre primeriza era suficiente; aunque antes hubiera escuchado todos los consejos posibles para ese momento: el de mi madre Solangel, un ser que crió a sus tres hijos sentada hasta la madrugada detrás de una máquina de coser; el de abuela Carmen, con sus saberes ancestrales y discreto altar de la Virgen María, y el de mi hermana Marisol, quien aprendió a caminar por la vida a fuerza de bastón y mucho más.
Pero el susto pasa, entre la sesión de cuclillas y el seguimiento de rutina de los médicos. Claro, de rutina para ellos. Todo es simple, hasta que te vienen las contracciones. Ahora, sí recuerdo, que acerca de las contracciones me había dado también consejos mi tía Chavela, desde su condición de madre y doctora. Sin embargo, a la hora cero —para ser sincera también— todas esas recomendaciones se van de paseo, y una se ve con aquella nueva vida, que por 41 semanas llevaste en lo más hondo e íntimo de tu cuerpo, ansiosa por conquistar un nuevo mundo.
Hasta que, finalmente, llegas al salón de parto, y en ese minuto no reparas en el verde de sus paredes ni en el intenso verde de la vestimenta de los doctores y enfermeras, ni si llevan espejuelos como los de mi esposo. Apenas, escuchas: “Mamá, tranquila, respira, que todo saldrá bien”, te anima una voz dulce. Y casi, al unísono, otra voz: “Puja, mamá, puja fuerte. Puja, que ahí viene”. Y sacas fuerzas de donde no tienes y escuchas, entonces, el llanto que más alegría te ha dado hasta ese momento en tu vida.
Era el 7 de enero de 1994. Viernes, exactamente a las 2 y 35 de la tarde, me recuerda mi compañero. Hoy, no olvido el rojo de aquellas tres rosas —¿para qué más? — que me regaló en mi iniciación como madre y en su estreno como padre. Las flores me volvieron acompañar en mi segundo parto. Ya vivíamos en Sancti Spíritus. Era el 6 de octubre de 1998.
Madre por partida doble no te hace dividir tu amor, te hace compartirlo, sin distinción. Todo el amor para cada uno. Eso también lo aprendí de mi madre. Ella me enseñó, además, que los hijos son intocables; aunque el amor de madre no debe cegarte. Nadie como una sabe sus defectos, los errores que cometen. Conocerlos y obrar en consecuencia, nos hace mejores,
Mi madre también me enseñó que a los hijos no deben cortárseles las alas, aunque una quisiera tenerlos siempre debajo de la saya. Una le echa luz al camino que ellos deben recorrer; mas, los pies y el corazón los ponen ellos.
Hay tantas ligaduras, tantos hilos que nos unen a ellos que vivimos a gusto la vida entera curándoles el mal de ojos, velando sus fiebres, cosiendo el botón desprendido de sus camisas. Eso somos las madres: regazo tibio, horcón de ácana venido del monte profundo, pañuelo blanco sin dobleces. Adoramos la mesa llena, que no falte nadie y más aún, adoramos escuchar: “Mamá, extrañaba tu arroz, tu mano bendita”.
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