Eran dos guajiros —uno de Jicotea y otro de La Sierpe—. Dos guajiros descubriendo Santiago de Cuba; quizás, al revés, suene mejor metafóricamente: Santiago de Cuba descubría a dos guajiros, que intentaban atraparlo todo con sus ojos vírgenes en aquel agosto de 1983. Caminaban por la calle Heredia, cuando uno de los dos distinguió los versos que definían la ciudad, incrustados en una placa, también incrustada sobre una fachada: Si encuentras alguna piedra/ que no haya sido lanzada contra el enemigo/ si descubres una calle por donde no haya pasado/ nunca un héroe… Y sin prisa, los dos espirituanos siguieron abismándose, Heredia arriba, en aquella noche sabatina.
Días antes habían visitado el cuartel Moncada, y sobre su imponente fachada divisaron las huellas de la épica escrita a balas el 26 de julio de 1953. Tan alto era Juan (Borrego Díaz) que casi tocaba los disparos con sus manos; en cambio, yo debía estirar la mirada y suponer cómo rechinaron los proyectiles contra los batistianos muros.
Hoy, en la madrugada, vi nuevamente esos muros; los vi en fotos y en imágenes televisivas. Los muros del antiguo cuartel elevándose en busca del amanecer, surcados por la Bandera cubana, y delante —en el polígono de la otrora fortaleza militar— unos 10 000 santiagueros y santiagueras, la generación histórica, la máxima dirección del país, otras autoridades e invitados nacionales y extranjeros.
Santiago de Cuba —la de nuestros años universitarios— conmemoraba las siete décadas del asalto a su cielo. Lo lideró un joven abogado, en cuyo mentón no sombreaba aún, por esa época, la barba guerrillera. Sus padres Lina y Ángel le nombraron Fidel. Y a la evocación conmemorativa santiaguera acudieron —en espíritu— él y su mentor: el Maestro; como Martí, optó por la estrella y desechó el yugo.
Con otras palabras Fidel lo expresó en su alegato de autodefensa el 16 de octubre de 1953, en una pequeña sala de estudio de la Escuela de Enfermería, anexada al entonces Hospital Civil Saturnino Lora.
—Es una pena que, teniendo ustedes un Palacio de Justicia tan nuevo y agradable, tengan que venir a trabajar aquí.
Cuando esa mañana el líder de la Generación del Centenario hizo la acotación, un amago de sonrisa se trastocó en mueca en el rostro del fiscal de la Causa 37 del Tribunal de Urgencias. Así me lo confesaría la periodista Marta Rojas, testigo excepcional del juicio por los sucesos del Moncada, en una entrevista concertada, precisamente, por Borrego hace 10 años.
Marta me describiría que el día en que Fidel devino de acusado en acusador, arribó sudoroso; vestía traje azul sobre el cual después luciría la toga; toga incriminatoria que en agosto de 1983 todavía no integraba la colección del hoy Complejo Histórico Monumental Abel Santamaría o, simplemente, el parque Abel, como le llaman los santiagueros.
Justamente, 70 años atrás, Abel encabezó la toma del hospital civil, desde cuyo fondo se dominaban la posta 4 del Moncada y la parte trasera del campamento militar. De tal forma, Fidel lo concibió en el plan diseñado, que incluía el Palacio de Justicia. Al frente de ese grupo iría Léster Rodríguez Pérez; de improviso, Raúl encabezó las acciones en la sede del órgano judicial.
De soldado acudió al combate. Ser hermano del jefe del movimiento revolucionario no le daba, per se, privilegio alguno. Sin embargo, a la hora cero Raúl dirigió el grupo de jóvenes. Lo demostró desde que le dio el culatazo con su escopeta Winchester a la puerta del Palacio de Justicia y hasta su retirada de la azotea del inmueble, al ver anulada la efectividad de sus posiciones, por el fuego enemigo.
Mientras sus compañeros bajaban, Raúl realizó algunos disparos más. Ya fuera del ascensor —escribió el historiador Mario Mencía— vino el asombro: sus compañeros estaban paralizados; delante de ellos, seis hombres armados. No lo pensó ni un segundo, y le arrancó el arma al jefe de los guardias batistianos.
—¡Al suelo! ¡Al suelo! Sus palabras sonaron como balas. Y sus pulmones, de solo 22 años, se quedaron sin aire. Ningún aire.
Militares, al piso; los asaltantes los desarmaron. Ese corajudo que llegó como soldado al Palacio de Justicia, retornó a Santiago de Cuba. Y este 26 de julio se le vio frente a la señorial fachada de amarillo y blanco. A su lado, el Primer Secretario del Comité Central del Partido y Presidente de la República, Miguel Díaz-Canel Bermúdez.
Cuando hace 70 años la metralla cortó de cuajo aquella madrugada, de luna repleta de luz, Díaz-Canel no había venido al mundo. Y casi desde que lo hizo en 1960, creció arropado por esa historia. De ahí que sus primeras palabras este 26 de Julio, en Santiago de Cuba, se inclinaran reverentemente ante la Generación del Centenario, incluidos los hijos de Birán, Fidel y Raúl, nacidos a la sombra de los resistentes cedros, rociados de flores, a veces rojas, a veces amarillas.
De ahí, también, el homenaje de Díaz-Canel a la heroica ciudad, mientras en el cielo la luna iba camino a llenarse de luz. Es la ciudad que dos guajiros espirituanos intentaban descubrir aquella noche de sábado de 1983, sin estrenarse aún como estudiantes de Periodismo en la Universidad de Oriente, cuando de repente vieron incrustados sobre una fachada los versos de Waldo Leyva: (…) si desde el Tivolí no se ve el mar/ si hay alguna ventana/ que no se haya abierto nunca a las guitarras/ si no encuentras ninguna puerta abierta/ puedes decir entonces que Santiago no existe.
Escambray se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social, así como los que no guarden relación con el tema en cuestión.