Le retuerce la boca sin escrúpulos. Lo agarra y lo agita entre las manos sin guantes —aunque se los dan, dice— para que no se le resbale y, luego, se lo echa a cuestas sobre la espalda —si pesa—, antes de lanzarlo como un proyectil.
Con aquellos brazos flacos; mas, curtidos a fuer de tantos trabajos distintos, ha hecho volar sacos, jabas de nailon, cepas de plátano, ramas de árbol, escombros… Ha recogido desde salcocho hasta excrementos humanos y lo único que le ha repugnado es la inconsciencia de la gente.
La misma gente que bota para que él recoja. La misma gente que ve desde arriba, cuando se trepa encima de aquella montaña de sacos que antes tiró e hizo que cayeran de panza o rotos para ser engullidos por la barriga de la carreta. Pero, la mayoría de las veces, prefiere mirar desde abajo mientras pende de una de las barandas y va zarandeándose con un pie en el aire como los sacos mismos.
Ha sido así hace ya más de nueve años. Desde entonces a Juan Fernando Piñero López —como se nombra, pese a que todos le llamen por el primer apellido a secas— le amanece a las tres de la madrugada o unas horas después, depende de cómo estén los desperdicios en el pueblo. Recogiendo la basura de otros le ha anochecido también y se le han limpiado hasta los prejuicios hacia un oficio que eligió un día cualquiera por necesidad y el cual ahora no puede abandonar.
Acaba de confesarlo al tiempo que se baja de la carreta e intenta acomodarse sin querer en aquel asiento donde lanza respuestas tan rápidas como los desechos que va arrojando encima del tractor. Ni el pulóver estirado ni el pantalón desteñido de tanto uso ni siquiera aquellas botas añejas delatan que hace poco terminó de recoger la basura de buena parte de los barrios de Cabaiguán.
Es maña. Lo aprendió con el tiempo después de algunos percances —que todavía suceden—; lo que sí le ha enseñado recoger basura a Piñero es que este oficio no es razón para apenarse.
“No ahora que tengo ya 57 años, cuando era más nuevo y la gente me decía: ‘Piñero, ¿no te da pena ir trepado arriba de la carreta?’. Y yo decía: A mí no, si esto es un trabajo como cualquier otro.
“Yo he hecho de todo: guardia en ATM y en El Patio de la Construcción. Después dije: no voy a trabajar más con el Estado, y me puse a trabajar particular haciendo vasos de botellas y, luego, el socio mío me dijo: ‘Vamos conmigo para Comunales que estamos ganando bien’ y vine y ya llevo más de nueve años trabajando aquí”.
Cuando llegó, recuerda, los pagos eran quincenales y “me gustaba más —confiesa— porque tú decías: cada 15 días cojo 2 000 pesos y vas tirando, pero ahora es mensual”; antes el tractor lo manejaba Matute y ahora lo hace Carlos, dice; mas, lo único que no ha cambiado es la rutina de andar dos hombres trepados encima de la carreta y otro par abajo, recogiendo y tirándoles los desechos a los otros dos y ese ir y venir despabilándole el sueño hasta a la noche.
“A veces nos levantamos a las tres, a veces a las dos, según estén los problemas de los barrios, porque, bueno, a veces nos choca mucho que se rompen los tractores, que no tenemos petróleo para trabajar y cuando hay un poco de atraso nos levantamos un poquito más temprano para adelantar.
“Vamos recogiendo los sacos, las jabitas, la gente tira cepas de plátano y las tiramos para arriba del tractor. Lo mío es recoger los desechos sólidos, toda la basura que hay en el pueblo”.
Y cuando lo dice pareciera que fuese asunto de recoger y lanzar nada más como si luego de tanta faena no le doliesen desde la planta de los pies hasta la palma de las manos. Aunque puede que solo sean suposiciones de periodista, porque la verdad es que Piñero lleva una vida entera estirando los brazos: empezó a los 25 años cuando por primera vez fue a donar sangre y hasta los días de hoy.
A eso tampoco ha podido renunciar. Mientras se frota las venas que se le van dibujando como surcos gruesos bajo la piel, descubre al hombre que empuja y sostiene aquellos brazos.
“Esto sí cansa, agota porque es una cosa que es todos los días lo mismo y lo mismo; pero, bueno, ya estoy acostumbrado. Fíjate, que hoy yo iba a donar sangre y vine para acá, porque es una cosa que me da corcomilla. Le dije a la tropa: Vayan ustedes recogiendo ahí que yo voy a donar sangre y después vengo y me incorporo y ¡qué va!, dije: Ven a buscarme, que yo voy”.
Porque ese mismo día ya le habían advertido que después de la recogida habitual se necesitaba limpiar unos cuantos microvertederos; porque Piñero sabe que no hay mejor fórmula para echar a andar a su tropa —como les llama a los otros tres trabajadores que dirige— que el ejemplo.
Acaso también porque, aunque le cueste admitirlo, le pesa —más que los sacos repletos que logra tirar— estar a solas entre aquellas cuatro paredes.
“Vivo solo. Tengo dos hijos, una hembra y un varón. Tenía tres, pero uno en un accidente se me mató. Muchas veces terminamos muy tarde aquí y me como un trozo de pan y me acuesto a dormir, porque yo soy vago para cocinar; pero, bueno, a veces tengo que hacerlo porque este trabajo sí lleva alimento porque un saco de esos te mata.
“He estado guapeando a ver si me dan un comedor para poder coger el almuerzo y la comida porque, mira, ahora mismo tenemos que recoger los micro y seguro terminamos once y pico o doce, ¿tú crees que a esa hora voy a ponerme a hacer almuerzo? Tengo que inventar e ir a la pizzería o por ahí… Yo no quiero que me regalen la comida, yo la pago”.
Gratis no ha obtenido nada. Ha sudado muchísimo para tener unos quilos en los bolsillos, para mantenerse en pie después de caminar calles y calles y subir y bajar de la carreta, para no enfermarse ni en aquellos días de covid, cuando debían recoger también los desechos de los centros de aislamiento, para limpiar tanta suciedad ajena sin cansancios.
“Se recoge de todo. La población abusa mucho de uno. Mira, ahí en la esquina tenemos un vertedero que es mierda de puerco nada más. A veces, echan cabezas de animales que dan una peste de madre; pero, bueno, hay que recogerlo porque para eso estamos nosotros para trabajar para mantener el pueblo limpio.
“Y la población no nos ayuda, porque todas las culpas se las echan a Comunales; no, Comunales no tiene la mitad de las culpas porque nosotros estamos guapeando y echando pa’lante con lo poquito que tenemos, pero la población con nosotros es muy desconsiderada y así no podemos mantener el pueblo sin basura”.
Mientras lo afirma se le endurece la sonrisa que ha ido escabulléndosele entre palabra y palabra. Igual se le suele dibujar una mueca en el rostro “cuando los sacos viran para atrás porque la carreta está muy llena y se caen para el piso” o cuando alguien pone una jaba en un lugar acabado de limpiar o cuando recoge un vertedero hoy y mañana vuelve a crecer… Tiene sus días; pero la mayoría de las jornadas se le ve alegre, aunque le lluevan tantas tempestades.
“Los tiempos más difíciles para recoger es cuando llueve; esos días de agua los sacos se ponen muy pesados y, aparte de eso, cuando los levantas es el chorro de agua, se ensucia más la ropa, ahora con la seca no porque te ensucias, pero es menos”.
Para hacerlo se necesitan fuerzas y oficio, esa astucia que llega con los años y que solo lo sabes cuando logras dominar los sacos. Y como si fuese preciso disipar dudas aclara: “El que trabaja en esto no puede tener asco, porque si yo le tengo asco a un saco lo empiezo a coger así —y pone los dedos rudos como pinzas y ya no como garras— y entonces se me bota. No, al saco tienes que irle con furia para arriba, lo que tenga adentro, tíralo rápido que entre más rápido lo tires para arriba mejor.
“Hasta ahora no me ha dado asco y he recogido de todo… hasta mierda de gente. Me gusta el trabajo este”.
No hay atisbo de engaño. Piñero presume de recoger basura con una humildad que linda con el orgullo y sin dejar de saberse útil todo el tiempo.
“Yo pienso que recoger basura o ser barrendero es un trabajo cualquiera, a mí no me da pena eso. No he pensado en dejar este trabajo. Ahora mismo estamos cansados y vamos a salir de nuevo a recoger microvertederos, pero siempre estoy embullando a la tropa para que se emocione y haga las cosas bien. Voy a seguir guapeando hasta que tenga fuerzas, cuando se me acaben le digo a la directora: Se acabó Piñero, aunque me parece que todavía hay Piñero para rato”.
Y deja la última frase colgando en aquella oficina mientras sale a toda prisa. Afuera se escuchan los ruidos de las palas que caen encima de la carreta y los estertores de un tractor que se marcha en estampida. Atrás, balanceándose en una de las barandas se le ve y se agarra y repta como los sacos, los mismos que luego irá lanzando de calle en calle hasta el amanecer.
Muy bueno el artículo. Piñeiro tiene razón, ningún trabajo debe dar vergüenza, el vago si debe sentirla por no hacer nada y todos debemos reprocharle.
Pena de hombre trabajando en condiciones de esclavo
I read this article and have respect for Pinero.